Wendell Berry y una historia simple
- Ernesto Diéguez Casal

- hace 3 días
- 4 Min. de lectura
Bajo los hombros, la espalda recta, el té negro en su taza. Voy tarde para este artículo, que ya debería estar listo hace un par de días. Es una mañana de domingo en el cambio otoñal de la hora. Contradiciendo el tópico, aunque vivo en Galicia, el cielo está limpio y brilla el sol. Corre un aire fresco.
A mi lado, sobre el escritorio, descansa casi terminado Vida de Hannah Coulter, de Wendell Berry (Chai Editora), que llegó a mis manos hace un par de semanas. En pura coherencia con su título, trata de la vida de Hannah Coulter, una mujer nacida en el período de entre guerras en el Medio Oeste americano, en una zona eminentemente rural de lo que ha dado en llamarse el granero de América (los yanquis, siempre afilados en el naming). Wendell Berry, un filósofo interesantísimo y muy desconocido a este lado del Atlántico (recomiendo la colección de ensayos que le publicó Errata Naturae, El fuego del fin del mundo), presenta una historia simple sin una prosa florida (pero muy trabajada), con una voz narradora que va y viene a sus recuerdos de forma clara, hablándonos de una transición entre la vida rural pre-revolución verde y el presente. No resulta extraño, pues parte de la temática filosófica del autor trata sobre ese tema: la transformación de la agricultura y ganadería tradicionales, con granjas pequeñas que estructuraban el territorio y granjeros con gran conocimiento de su medio y de los ciclos que lo mueven, hacia una agricultura intensiva, obra magna de la Revolución “Verde”: granjas gigantescas (corporaciones) deshumanizadas, producciones intensivistas, con desestructuración no solo de ecosistemas sino también de las comunidades y el tejido social. Un drama rural que, ya del todo completado en Estados Unidos, vivimos en España desde hace unas décadas (como auditor de agricultura ecológica, hablo con cierto conocimiento de causa). En todo caso, no quisiera este artículo ser un alegato de nada, toda vez que Wendell Berry desarrolla a sus personajes con suficiente habilidad y sutileza como para no necesitarme lo más mínimo. Sin grandilocuencia, con mucha ternura, nos habla de esas vidas en transición a través de varias generaciones, y del resultado ciertamente melancólico de un tiempo que termina.

Anoche, mientras leía de madrugada, me dio por pensar lo siguiente: qué tierno, delicado y simple. Al momento de tener ese pensamiento, caí en que esos tres términos suelen emplearse con una connotación negativa. La ternura, como sensiblería; la delicadeza, como fragilidad; la simpleza, como idiocia. Ningún autor querría que se identificasen sus obras con esos tres adjetivos: ¿os imagináis que la faja de la última novela de Reverte ponga “Una novela simple y tierna”’? (menos aún tratándose de Reverte). Sin ir más lejos, echo un vistazo a la estantería que me queda más cerca y veo el Teodorus de Cartarescu, Tristes trópicos de Levi-Strauss y El día del Watusi de Casavella. ¿Alguien se imagina al propio Cartarescu, que me encanta, diciendo de su obra que es simple? La simpleza se relaciona con bestseller de tapa dura y letra enorme, con faja y recomendaciones, un Premio Planeta, para entendernos. La delicadeza parece llevarnos al tiempo en que se hablaba a las claras de “literatura de mujeres”; por no hablar de la ternura,… Existen unos prejuicios muy sólidos que relacionan ciertos atributos con la literatura mala o la literatura de masas; otros, en cambio, son definitorios de alta literatura: grandeza, premios noble, literatura que se enseña y alrededor de la cual se hacen coloquios y se forman mesas redondas. A las grandes obras, se les presupone grandeza, no simpleza; suelen ser grandilocuentes, hechas para perdurar.

Pero ¿por qué?
La historia que nos cuenta Wendell Berry es simple; sus personajes también, gente anónima y alejada del falso binomio héroe-antihéroe. No maneja una estructura narrativa compleja, sino bastante típica: una anciana revisita sus recuerdos y le da sentido a su vida, con perspectiva. Hay ternura y también comprensión, lucidez, se perciben muchas emociones contenidas, palabras no dichas a lo largo de toda una vida. Existe, sin duda, una delicadeza sublime en la forma de contar. Lo cual no convierte a la obra en una novela maniquea, no hay sensiblería barata. Se trata de una historia profunda y trascendente, pura memoria colectiva, que huye de toda pretenciosidad y no necesita 700 páginas de lectura difícil para que la historia emerja de entre el ego del autor. Quizá tenga que ver con la propia biografía de Wendell Berry, un prometedor filósofo en Nueva York, que decidió romper con la vida moderna y la Academia y regresar a su Kentucky natal, para trabajar su granja de la forma más acorde posible con los ciclos naturales. Ejercer la influencia filosófica desde esa posición fue, con seguridad, mucho más complicado que desde la Gran Manzana. A buen seguro, se ganó la incomprensión (u hostilidad) de sus colegas de profesión. Inició un camino a la contra de lo que parecían dictar los tiempos, que con el tiempo, precisamente, se demostró el camino correcto. Hoy, la transición que cuenta en Vida de Hannah Coulter se ha completado en muchos lugares, y su resultado es catastrófico. Encontrar una manera simple y delicada (y digna) de contarlo, es de una altura literaria poco frecuente.

Por cierto, me he olvidado de mencionar que Vida de Hannah Coulter es, también, una historia conmovedora. Por si alguien ya horrorizado con lo simple, delicado y tierno no hubiera huido ya. Creo que, a estas alturas de la película, también la literatura debería aplicarse un poco de decrecentismo, para desprenderse de lo pretencioso, lo maniqueo y toda esa complejidad sin sentido que, pasado el posmodernismo, sigue adherida a tantas obras.
Podríamos llamarlo La vía de lo simple.




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