La vibración del lector
- Ernesto Diéguez Casal

- 3 oct
- 4 Min. de lectura
Sé que existen lectores de nicho, que nunca abandonan su género (bien por ellos), pero tiendo a pensar que el lector es un ser vibrátil, trémulo, que no se para quieto. Al lector le llegan las mareas irregulares y arrítmicas de la literatura, con toda su cosmología de géneros y subgéneros, modas y hits, clasismos y vanguardias y contra vanguardias, etcétera; y que responde a estos estímulos vibrando como la cuerda de una guitarra. En ocasiones, la vibración en respuesta es disarmónica, desequilibrada, expresa rechazo, desagrado; otras, las que nos interesan, parecen abrir camino para una nueva sinfonía.
Año 2008. FNAC de Plaça Catalunya. Sobre la mesa de rebajados, me llama la atención un librito: sobre un fragmento de placa de hielo flotando en el océano, fondo de mar de niebla, un explorador con aire de haberse perdido contempla el panorama. El libro era Siberia, de Colin Thubron, una crónica de viajes por el oriente de Rusia poco después de la caída del régimen soviético. Aunque nunca había leído crónica, lo agarré por impulso y me lo llevé (era muy barato, además). Devoré Siberia a la velocidad del rayo, iniciando así un affaire con el autor británico que dura hasta hoy.

En aquellos años, venía viviendo una enorme crisis lectora. Perdido el interés en mi nicho particular, la ciencia-ficción y el subgénero Stephen King, me sentía desconectado del devenir del género. Albergaba, además, resistencias post-adolescentes hacia lo que entonces todavía se llamaba literatura seria. Visto en la distancia, Siberia fue parte de una transición que, un año más tarde, culminaría La carretera, de Cormac McCarthy, otro cruce de caminos entre la literatura seria y la ciencia-ficción. Fue a partir de este par de obras que entré en un mundo nuevo, mucho más amplio que el anterior, y que sufrió con los años numerosas fases, mutaciones y ramificaciones de todo tipo. Alcancé una cierta madurez como lector.
Sé que existen lectores de nicho, que nunca abandonan su género (bien por ellos), pero tiendo a pensar que el lector es un ser vibrátil, trémulo, que no se para quieto. Al lector le llegan las mareas irregulares y arrítmicas de la literatura, con toda su cosmología de géneros y subgéneros, modas y hits, clasismos y vanguardias y contra vanguardias, etcétera; y que responde a estos estímulos vibrando como la cuerda de una guitarra. En ocasiones, la vibración en respuesta es disarmónica, desequilibrada, expresa rechazo, desagrado; otras, las que nos interesan, parecen abrir camino para una nueva sinfonía.
A título particular, detrás de estas vibraciones se esconde una combinación de curiosidad incesante e impaciencia. Mis intereses son variados, se han ido diversificando con los años, aunque cuente con motivos más o menos específicos que se repiten (la decadencia de los regímenes soviéticos, tanto en forma de ficción como de no-ficción, es uno de ellos; pero también el misterio, lo paranormal; o la crónica de viajes muy personal, medio melancólica). A la sombra del impacto de grandes obras y grandes autores (y de pequeñas grandes obras y autores), he evolucionado sin pausa. Tanto que, ahora, me veo a mí mismo con diecinueve años, leyendo únicamente ciencia-ficción, y hasta siento vergüenza. A pesar de todo el bagaje que estas lecturas me aportaron. Era una situación que no podía perdurar: muertas las últimas ramas de la adolescencia, la revolución es inminente e inevitable.
Siberia recuperó en mí la vibración perdida. Podría analizar por qué el relato melancólico y algo sombrío, sin duda decadente, maravillosamente escritor, de Siberia, generó esa respuesta en mí. Supongo que por el punto de misterio, de belleza en la decadencia, también de ironía. También, que la crónica de viajes, salvando mucha distancia, me llevaba a la magia del descubrimiento que había sentido con libros como El mundo perdido, de Doyle (por citar uno).

Siberia y La carretera fueron hitos en mi transición (leía la obra de McCarthy y no me lo podía creer) como lector. Tanto es así, que no recuerdo lo que leí entre medias. Porque así de injusta es nuestra memoria, olvida los buenos libros pero se acuerda al instante de los hitos; olvida el llano pero recuerda la cima. En aquella época todavía no apuntaba los libros leídos cada año, así que no puedo recuperar las obras que leí entre la obra de Thubron y la de McCarthy, lo cual es una pena. Me gustaría saber si fueron libros que reafirmaron la transición o le fueron a la contra; si después de leer algo que me estimuló, llegaron obras que me hicieron encogerme de hombros o incluso dibujar un mohín de desagrado en la cara.
Ahora, me doy un salto al futuro y trato de imaginarme con ochenta años, al pie de las estanterías que contienen los libros de una vida. Me resulta fácil, escribí un cuento al respecto, uno en el que el protagonista debe enfrentarse a la biblioteca de un familiar que ha muerto, a todos y cada uno de sus libros, sus anotaciones en el margen, los tickets que usaba de marcapáginas, etc. Me imagino vibrante al revisar los hitos que marcaron toda una vida como lector, me veo recordando no párrafos (ya no somos lectores del siglo XIX, con esa memoria prodigiosa) pero sí personajes, escenas, que me marcaron y me hicieron vibrar. Saltarán desde la estantería Siberia y La carretera, pero también La autopista del sur, Los detectives salvajes, Los errantes, Como si existiese el perdón, etcétera, un sinfín de obras preclaras que me cambiaron, y cuya vibración en respuesta resonó de una forma clara e inequívoca. Esa sensación, la de disfrute sensacional ante una obra (esa línea de comunicación que imaginó Cortázar), es lo que hace que abramos la primera página del siguiente libro y que este suponga un gesto emocionante, todo un refugio en los tiempos de desastre que atravesamos.
Abriré, ahora, la primera hoja de Prende fuego, de una tal Jacqueline Crooks. A ver cómo vibro.




Comentarios