top of page

         ISSN 2792-5110

HABLA DE ARTE®

Crónica del Festival de cine europeo de Sevilla 2025 por Adrián G. Ríos

Caminar entre salas, coloquios y encuentros improvisados permitió comprobar cómo, incluso en un contexto de presupuestos estrechos y producción inestable, el cine mantiene su capacidad para abrir grietas, para desconcertar y, a veces, iluminar. Esta crónica recoge ese trayecto breve pero fértil por un festival que continúa siendo uno de los espacios más vivos para pensar la imagen en movimiento.


Publicidad para el 22 festival de Sevilla. Foto: Adrián G. Ríos
Publicidad para el 22 festival de Sevilla. Foto: Adrián G. Ríos

Durante cuatro días, del 12 al 15 de noviembre, Sevilla fue mucho más que el escenario del cine europeo: fue un descubrimiento personal. A pesar del mal tiempo, las lluvias intermitentes, cielos grises y algún chaparrón traicionero, la ciudad consiguió deslumbrarme desde el primer momento. Era mi primera visita y, entre proyección y proyección, me encontré recorriendo calles que parecían hechas para que uno quisiera quedarse. Ascender a la Giralda bajo un cielo plomizo o mi visita a la hermandad de la Virgen de la Macarena tuvo algo de rito inesperado, casi tan memorable como las películas que venía a ver; una mezcla de historia, devoción y belleza que convirtió cada pausa entre sesiones en una pequeña celebración.

 

En ese marco, el Festival de Sevilla se sintió especialmente vivo. Su combinación de cercanía, programación cuidadosa y un ambiente que invita al diálogo hace que uno perciba la sensación de estar en un espacio donde el cine todavía importa. En mi paso por esta edición, contenido pero no menos intenso, el festival ofreció un mosaico de miradas que iban desde la experimentación radical hasta el naturalismo más austero, recordando que Europa sigue siendo menos un territorio común que un archipiélago de sensibilidades.

 

Caminar entre salas, coloquios y encuentros improvisados permitió comprobar cómo, incluso en un contexto de presupuestos estrechos y producción inestable, el cine mantiene su capacidad para abrir grietas, para desconcertar y, a veces, iluminar. Esta crónica recoge ese trayecto breve pero fértil por un festival que continúa siendo uno de los espacios más vivos para pensar la imagen en movimiento.

 

A continuación, las películas que tuve el placer de visionar en mi breve paso por el gran festival de cine europeo de Sevilla:


Quién vio los templos caer

Fotograma de la película
Fotograma de la película

En su ópera prima, Lucía Selva construye un retrato cinematográfico documental de carácter contemplativo y con insertos de ficción que explora las estampas sociales de la gentrificación en la ciudad de Granada, así como el choque entre el turismo invasivo y destructivo, y el folklore autóctono.


La historia se articula en torno a dos figuras complementarias. Por un lado, Chorrojumo, presentado desde el recuerdo polvoriento a través de postales e imágenes de la leyenda viva de un pasado extinto; el Rey de los gitanos que guiaba a los viajeros recién llegados a Granada. Un vestigio viviente del imaginario granadino: una memoria que camina por las calles en un tiempo que ya no le pertenece. Por otro lado, un joven marroquí que busca la casa de sus antepasados expulsados siglos atrás. Entre ambos se genera un espacio de transmisión irregular, un contraste a varios niveles: el idioma, la ropa, la gastronomía, la cultura, la tecnología… pero que, sin embargo, comparten el mismo legado y la misma herencia histórica.


Granada aparece como una ciudad marcada por la mezcla de culturas y por modos de vida transformados por la gentrificación a lo largo del tiempo. Poco a poco, su cultura ha ido perdiendo un espacio genuinamente propio, hasta quedar en una situación de vacío, intentando sobrevivir y encontrar su lugar e identidad en un territorio que ahora pertenece, en gran medida, a quienes solo lo transitan muy temporalmente como turistas.


Selva trabaja la idea de desplazamiento con un desarrollo (o traslación) formal constante. La desubicación, el sentirse perdido, es un elemento recurrente en el film para estos personajes que no parecen encontrar su sitio en una ciudad moldeada a lo largo de los siglos, donde incluso los nativos se pierden bajo los nombres reinventados por la industria turística.


Quién vio los templos caer parte de la leyenda de la mano y la llave —la mano tallada de la Puerta de la Justicia que algún día alcanzará la llave y entonces será el crepúsculo del mundo y desaparecerá la Alhambra—. La llave funciona como símbolo de acceso y de pérdida. No es solo el objeto que entrega el joven al anciano, ni la inscripción árabe inscrita en ella que remite a un hogar perdido: es el signo de una ciudad cuyos derechos de entrada ya no están en manos de quienes la habitaban, hablando así de la crisis de la vivienda y de la gentrificación del turismo en este país. Si bien las llaves de la ciudad ya se habían perdido, de cualquier manera la Alhambra ya no tiene dueño y quizás ya es demasiado tarde, viviendo en un perpetuo ocaso en Granada.


El tránsito de los protagonistas fluctúa entre lo observacional y lo fabulado. Lejos de resultar distópico, Granada existe ya en un tiempo post-histórico en el que se excava lo que se acaba de destruir y se construye sobre lo que se acaba de desenterrar. Maneja mucho simbolismo tanto en el trabajo visual como en el sonoro. Rodada íntegramente en 16 mm, la película encuentra en el celuloide mucho más que solo una textura estética asociada a la imagen analógica. El uso de la película Kodak, en contraste con el dominio actual de lo digital, introduce un choque generacional también en lo técnico. Confiar en el celuloide recupera una idea casi romántica del cine, un modo de filmar previo a la era digital que parecía en vías de extinción. El dispositivo visual resultante no solo aporta un valor visual propio, sino que se integra de forma orgánica con el mensaje de la obra.


En cuanto al apartado sonoro revela una Granada no perceptible físicamente, pero que vive desconectada de sí misma: la ciudad resuena en los ecos de lo que fué. Los caballos, el contraste entre el flamenco y su influencia en el rezo árabe, entre la construcción y la demolición… El diseño sonoro maneja capas simbólicas que hablan del pasado, del legado y la convivencia de una identidad que sobrevive en los márgenes apartados y en los recuerdos.


Quién vio los templos caer no es solo una necesaria confrontación con un vaticinio de un fin que ya se intuye, sino una de las miradas más singulares del cine español reciente. Una gran promesa autoral en el panorama capaz de conjugar paisaje, leyenda y actualidad en una película brillante.


La anatomía de los caballos

Fotograma de la película
Fotograma de la película

La anatomía de los caballos, ópera prima de Daniel Vidal Toche es ambiciosa, sensorial y al mismo tiempo críptica, discontinua. Ahí está su fuerza y su talón de Aquiles: quiere hablar de la revolución, de la herida colonial, de la modernidad extractivista, del duelo y de los ecos de la derrota, pero lo hace desde un lenguaje cinematográfico que exige al espectador entrar en un trance más que seguir una trama clara.


La película pretende sumergir al espectador en un sueño: reflejos en el agua, siluetas distorsionadas por el calor, imágenes erosionadas por catalejos que parecen fatigados. Esa distorsión no es un capricho visual, sino la forma de declarar que en este universo, como en la memoria indígena, lo onírico no es menos real que lo tangible.


El film transita dos épocas: una rebelión colonial del siglo XVIII y un presente marcado por la contaminación minera, la desaparición de mujeres y el abandono político. La película utiliza lenguaje indígena (quechua) junto a español, e incluye rituales, creencias, mitología y una concepción del tiempo no lineal, un continuo entre pasado ancestral y presente contemporáneo. Los cables de electricidad, o la aparición de tecnología moderna, o incluso en la moda y la arquitectura que son anacrónicos en la primera línea temporal, aparecen de forma deliberada.


Esta fusión de temporalidades funciona como una declaración. Trata de situarnos en una revolución que nunca terminó o mejor dicho, nunca terminó de fracasar. Las causas, los agravios, los cuerpos heridos siguen ahí, reencarnados una y otra vez en nuevas formas de violencia. La trama avanza como si el protagonista fuera absorbido por una “espiral” donde pasado y presente no están separados sino superpuestos, como si la historia latinoamericana fuera un terreno de capas geológicas que se tocan. Cuando el protagonista llega al mundo contemporáneo, rodeado de coches y ropa moderna, no se trata de un viaje en el tiempo, sino de un retorno a la misma herida que ya conocía bajo otra forma.


En términos estéticos, la película tiene un cuidado reseñable, pero ese mismo compromiso visual es lo que vuelve la película un desafío narrativo. La estructura fragmentada, los saltos entre sueño y vigilia, entre siglos distintos, provocan que la película a veces parezca más un poema ritual que un relato dramático. El espectador puede sentir que sigue una serie de símbolos preciosos pero demasiado cifrados. Temas como la revolución perdida, la memoria indígena, la contaminación moderna, la corrupción política, la desaparición de mujeres están ahí, pero no se articulan con claridad narrativa sino mediante gestos visuales y atmósferas. La forma devora al fondo. Renuncia a la claridad para conservar el misterio, renuncia a la comprensión en pos de la presencia poética, de la representación indígena por ejemplo a través del lenguaje. Es una película que confía más en la potencia del símbolo que en la lógica de la estructura narrativa canónica.


La anatomía de los caballos es, por tanto, una obra muy poco convencional: exige un espectador que acepte perderse en el sueño. Un ejemplo de cine que abraza el hermetismo no como elitismo sino como forma de preservar la complejidad de su historia. Es imperfecta y es críptica, sí, pero porque intenta hablar de heridas para las que no existen enunciados simples. Es dura, lenta, contemplativa, pero son características de resistencia estética y política.


No es una película para todos. Pero es, sin duda, una película necesaria: un recordatorio de que la historia no ha terminado de pasar, la vivimos ahora mismo y la revolución sigue preguntándose qué deja y qué le queda, y de que en los reflejos del agua y en los resplandores del sueño puede revelarse aquello que la modernidad insiste en ocultar.


El accidente de piano

Fotograma de la película
Fotograma de la película

El accidente de Piano, dirigida por Quentin Dupieux, es una comedia negra que satiriza sobre la cultura de los influencers y la falta de ética de los mismos ante su propia mercantilización, en este caso a través del dolor físico. Magalie es una influencer multimillonaria cuya incapacidad congénita para sentir dolor se ha convertido en su gallina de los huevos de oro: crea vídeos extremos al estilo Johnny Knoxville golpeándose a sí misma con cosas. Todo va a más hasta que un accidente con un piano termina en un desastre y la obliga a esconderse en un chalé. Mientras intenta recomponer su imagen pública, aparece una periodista con información comprometedora sobre el incidente y que la chantajea para que le conceda su única y primera entrevista mediática a cambio de no exponerla socialmente.


La película arranca con la literalidad del título, que nos adelanta el motor de la película: un piano es alzado por una grúa y cae súbitamente. Desde ese momento, construye lentamente una comedia negra que apunta directamente a la cultura de la influencia digital, la explotación del dolor y una final la evaporación completa de la empatía hasta alcanzar lo fantástico e incluso lo inverosímil.


Me resultó sorprendente ir a ver la nueva película de Quentin Dupieux sin apenas información sobre ella y descubrir de repente que la protagonista es la misma actriz que protagonizaba la terrorífica La vida de Adèle, lo cual hizo que la experiencia fuera de partida más turbia si cabe ––Ojalá no haber visto nunca aquella película–. El caso es que, Adèle Exarchopoulos sostiene la película con una interpretación tan precisa como inquietante. Su Magalie funciona como una suerte de influencer grotesca, cínica, infantil y calculadora. Caracterizada físicamente por sus brackets, su forma de vestir acoplada a las vendas y heridas visibles. Una estética deliberadamente artificiosa y una risa sin afecto que construyen a un personaje que no solamente no siente dolor, sino que, totalmente insensibilizada, lo utiliza como moneda de cambio. Todo en ella denuncia la lógica de una época donde el sufrimiento se banaliza para convertirse en herramienta de posicionamiento; acostumbrados a ver dolor somos incapaces de sentirlo.


Dupieux despliega un ecosistema moral distorsionado, formado por un asistente que acepta su papel servil, interpretado por Jérôme Commandeur, como si perteneciera a otra época. Funciona como una especie de Sancho Panza, un contrapunto cómico que encarna a un sirviente leal capaz de atender todas las absurdas exigencias de la protagonista, a la que detesta, aunque sabe perfectamente que depende de ella para vivir.


Además aparece una periodista, interpretada por Sandrine Kiberlain, dispuesta a usar la información como arma de chantaje. Aunque intenta mostrarse cándida, su hipocresía queda en evidencia desde el primer momento: pese a justificar sus acciones en nombre del rigor y la necesidad de humanizar a una figura pública, lo hace únicamente por reconocimiento y por puro morbo. En un momento de la película, Magalie le pregunta si sabe cuál de las dos es peor persona. Ella misma se responde: Yo sé que soy de sobra la peor persona de las dos, pero por lo menos yo voy de cara. La frase deja claro que, en efecto, incluso los que a veces van de tan buenos y amables, tienen oscuras y ocultas intenciones.

También aparecen dos fanáticos, Karim Leklou y Gabin Visona, cuyo fervor adquiere tintes turbios e inquietantes a lo largo del film. Ambos también persiguen sus propios intereses: los deseos delirantes de dos devotos que, más que sentir un verdadero aprecio por su influencer favorita o favorecer el apoyo emocional que pueda ella reclamar a gritos, solo quieren hacerse una foto con ella y, quizá, satisfacer fantasías de índole sexual.

 

Nadie es inocente, y la película no muestra pudor alguno al escarbar en los intereses egoístas que cada personaje proyecta sobre los demás. Quentin Dupieux añade un nuevo integrante a su circo de personajes absurdos y auténticos. A partir de un concepto especialmente sugerente, la película abre un debate sobre cómo las métricas han sustituido a la ética y cómo la visibilidad, convertida en objetivo final, termina condicionando cada gesto.


Es una obra muy recomendable para comprender el mundo que habitamos y, quizá, aprender de él para evitar que surjan más Magalies. Otros directores que presumen de irreverentes y provocadores en sus sátiras (sin mirar a nadie, Yorgos Lanthimos) podrían tomar nota de cómo manejar ideas de fondo para construir un humor realmente ácido y una crítica afilada, y no querer hacer una película cada año y que el resultado sea “Bugónico”.


Enzo

ree

Enzo, dirigida por Robin Campillo a partir del proyecto final de Laurent Cantet, se impone como un retrato de la desorientación juvenil contemporánea y de los espejismos de compromiso social que emergen en la intersección entre privilegio, deseo y culpa de clase.

Una metáfora destacable en la película es la arquitectura no sólo como oficio, sino como símbolo de la construcción emocional, moral e identitaria. Enzo (interpretado por el joven Eloy Pohu) es un adolescente burgués en Francia que se aferra a un aprendizaje de albañilería como mecanismo de disidencia familiar y social, como si este pudiera ofrecerle una ruta alternativa hacia una vida auténtica, lejos de los lujos anestesiantes de su hogar y sus padres (un profesor de instituto y una ingeniera).


Lo social aparece como un telón de fondo con el que Enzo juega a poder opinar y mimetizarse pero sin sufrirlo realmente ni alcanzar a comprender ni a asumir como propio. Sus compañeros Vlad y Miroslav, introducen en su mundo un conflicto real, urgente y político (la guerra de Ucrania), del que él solo percibe fragmentos filtrados por la fascinación emocional y sexual que le despierta Vlad.  La película sitúa a Enzo en un escenario atravesado por clase, migración y guerra, elementos que orbitan su vida sin llegar a estallar del todo sobre él. Esa tensión latente también se refleja en la propia puesta en escena, cuidada y bella, aunque más inclinada a contemplar la fragilidad del protagonista que a decir algo con sus imágenes. Dentro de esa ambigüedad, quizá buscada, asoma la verdadera fisura del film: su mirada romantizada de la performatividad burguesa. El relato muestra cómo Enzo intenta apropiarse de la dureza del mundo obrero como si fuera un accesorio que lo librara de los privilegios de clase, pero cada gesto lo delata. Su torpeza en el trabajo, su incapacidad para asumir responsabilidades, su tendencia a escapar ante el mínimo conflicto, el lenguaje heredado y, por encima de todo, una comodidad que nunca abandona. Después de la jornada en la obra él vuelve a nadar en su piscina, puede permitirse vacaciones con sus padres… la épica del sacrificio le queda siempre un poco grande, porque, en esencia, no ha sacrificado nunca nada.


Lo que termina emergiendo es la figura de un adolescente empeñado en sentir más de lo que alcanza a comprender, atrapado en un mundo cuyas ruinas (imaginarias) arden sin descanso. En última instancia, Enzo funciona mejor como radiografía de una subjetividad que se piensa política sin serlo, casi rozando la sátira, que como película social. Su fuerza reside en mostrar, sin condena explícita, el vacío que aparece cuando la burguesía intenta apropiarse del sufrimiento ajeno para llenar el suyo propio. La burguesía dispone de toda clase de medios para vivir entre lujos y comodidades, por ende lo único de lo que carece es de problemas. Por eso se apropia de los de la clase obrera para romantizar una vida que, vacía de conflicto, les resulta insoportable. En Enzo, esa apropiación se revela en toda su torpeza y superficialidad, recordándonos que, como decía Miguel Maldonado, tal vez la solución sea más simple de lo que parece: a los ricos hay que matarlos a todos.


Cosmos

Fotograma de la película
Fotograma de la película

Germinal Roaux firma con Cosmos una película que transita la poesía visual y la contemplación. Desde su propuesta formal, rodada en un lavado blanco y negro, se presta a la suspensión del tiempo y la intersección entre dos vidas al limite de su existencia. Narra el encuentro entre Lena, una viuda acomodada que encara sus últimos días a raíz de una enfermedad, y León, un campesino maya a punto de perder su hogar por la creación de una carretera que pretende atravesarlo. Atravesando el mismo punto vital, habitan mundos paralelos y contrarios: el privilegio y la precariedad, un vacío y viejo caserío y una chabola a punto de ser derruida, la soledad elegida y la soledad impuesta. Unas realidades que reflejan la diferencia de clase, un esquema sociológico que no termina de adentrarse en la complejidad de la relación de poder que inevitablemente las atraviesa.


La interpretación de Andrés Catzin —no-actor cuya presencia otorga al personaje de León una serenidad casi ritual— dota al relato de autenticidad y profundidad, sin embargo, la generosidad espiritual y servicial que la película atribuye a León roza por momentos el estereotipo, lo cual no facilita el realismo que quizás pretende retratar, sino que estigmatiza y deja entrever un punto de vista más brugués y más cercano a Lena.


En cuanto al apartado fotográfico, encuadrada en 1.33:1, la película transforma la selva de Yucatán en un espacio tranquilizador, alejándose de cualquier visión exotizante y dejando entrever la belleza de la naturaleza. A ello se suma un diseño sonoro preciso, que rechaza la música –más que de forma diegética– con una gran presencia del viento y de elementos de la fauna y la flora como insectos, viento, ladridos, creando una topografía sensorial que se convierte en un elemento característico muy importante que acompaña a los personajes.


En cuanto al ritmo, la película permite darle el tiempo, tanto internamente como externo de los planos, a sus personajes y a la naturaleza, les permite avanzar en un movimiento lento, guiado por esa dimensión espiritual asociada tanto al paisaje como a la relación humana. La muerte, la despedida y el miedo son aquí elementos cercanos y, en definitiva, sobre los que nos invita a reflexionar.



Ouro e Oásis

ree

Ouro e Oásis es una película que se despliega como un paisaje excavado, donde cada escena parece una capa de tiempo superpuesta a la anterior sin intención de encajar. Desde las cuevas con pinturas rupestres hasta las romerías vistas desde la distancia, pasando por los desiertos andaluces y las casas abandonadas, el film traza un mapa en el que lo prehistórico, lo rural y lo contemporáneo conviven sin jerarquía, como si la historia fuese un sedimento sin dirección. Los protagonistas, dos hombres impecablemente vestidos incluso en los terrenos más áridos, funcionan más como figuras rituales que como personajes: cuerpos que atraviesan espacios y épocas sin motivación discernible, como acólitos errantes en un viaje que no busca comprender, sino simplemente habitar su entorno.


La película insiste en planos largos y casi inmóviles que convocan un gesto arqueológico: observan pero no narran. La luz, especialmente los negros puros que aíslan los pocos elementos iluminados, dotan a la imagen de un tenebrismo casi pictórico, guiando el ojo con precisión y belleza. Pero esa belleza abre una pregunta importante: ¿estamos ante una forma que sugiere profundidad o ante una estrategia que cubre una falta de sentido? La película yuxtapone elementos como fiestas de pueblo, voces en portugués, caballos de hermandades religiosas, un tendero que parece reconocerlos, una caja enterrada que reaparece sin construir un diálogo claro entre ellos. Esto puede leerse como una apuesta deliberada por la opacidad y por una poética donde los símbolos no se resuelven, pero también como una negativa a comprometerse con un significado más allá de la atmósfera cuidada.


La Andalucía que muestra el film es una Andalucía imaginada, fronteriza, casi extranjera para sí misma. Las romerías y procesiones se observan desde la lejanía, como si fuesen rituales de un pueblo lejano al que los protagonistas no pertenecen; las voces y los lugares aparecen deslocalizados, mezclando castellano y portugués, tradición y extrañeza. Todo sugiere que la película quiere invocar un territorio mítico más que real, un espacio donde las identidades culturales son texturas, pero nada más allá. Este enfoque corre el riesgo de estetizar la cultura que retrata, convirtiendo lo popular en iconografía vacía más que en experiencia colectiva. Pese a los momentos de preciosismo - como los planos generales en el desierto que remiten claramente al western - y virtuosismo técnicos la vacuidad de la película dificulta la conexión del espectador con la historia que se supone que pretende contar.


La estructura circular - el regreso a la casa inicial, la repetición de las cuevas, los desplazamientos que no conducen a nada - refuerza la sensación de que el viaje no es tránsito sino suspensión en el tiempo. El amanecer final, filmado con imágenes difusas y temblorosas, parece un agotamiento del propio dispositivo: tras tanta quietud y tanto encuadre controlado, la imagen se deshace en movimiento, ruido y cuerpos que ya no se pueden distinguir. El flamenco de los créditos habla de un velero y de una Vera blanca, pero como la película misma, evoca más emociones que ideas con sentido.


El resultado es una obra de una belleza desconcertante, que cava mucho pero muy a nuestro pesar cuenta poco.


Writing Life: Annie Ernaux Through the Eyes of High School Students

ree

Writing Life: Annie Ernaux Through the Eyes of High School Students es un documental dirigido por Claire Simon que trata de aproximar al espectador a la obra de la ganadora de un premio Nobel, Annie Ernaux, a través de la mirada de jóvenes adolescentes en varios institutos franceses.


En cuanto a la trama, consiste en el rodaje de varias mesas redondas en las cuales los estudiantes – que se presume, han leído libros de Annie Ernaux– desgranan fragmentos de sus obras no con una intención teórica-literaria sino desde un prisma principalmente vivencial, relacionando las experiencias de la autora con su contexto actual. Además se insertan tras cada debate, momentos “recreados” –y a mi gusto, forzados– de los jóvenes en su vida social, reflexionando sobre lo que han visto en clase. En concepto general, trata de concienciar sobre la importancia de aplicar pedagógicamente la obra Ernaux para aleccionar a la juventud, enseñándoles a no cometer los mismos errores del pasado de la autora a través de la conciencia de género y de clase.


A pesar de que en lo que atañe al contenido resultan interesantes las reflexiones y debates sobre realidades sociales, no supone una traslación novedosa de estos conceptos a nivel de realización. Tanto el lenguaje, como el dispositivo visual se desvela bastante simple, pues la cámara coexiste con el entorno y se “integra” siguiendo a los interlocutores principales  –alumnos que estuvieran leyendo o hablando según turno de palabra–, sin mucha intención clara sobre lo que intenta narrar más que sencillamente observar sus reflexiones de forma un poco arbitraria. Según la directora, en el coloquio posterior a la proyección, ella “no prepara sus películas”, es decir, iba sin planificación a las aulas e improvisaba según lo que le pidiera el momento y la situación. A pesar de que es algo medianamente comprensible para un documental así, que depende mucho de las intervenciones y las dinámicas de las clases, se siente que tanto en la planificación como en el montaje hay mucha repetición tanto en lo visual como en el ritmo, pues llega un punto en que la estructura resulta redundante y no aporta conceptos nuevos más que en explorar distintas obras de la autora.

En los 90 minutos de duración del metraje –que, según dejó entender la directora, habría podido grabar mucho más– resulta repetitiva y obvia tanto en lo visual como en el ritmo. Pese a ser un proyecto de encargo de la televisión francesa, sin mucha pretensión formal ni conceptual, puede resultar en una pérdida de interés en un espectador más exigente para con la propuesta, teniendo en cuenta la relevancia que tiene Annie Ernaux en la literatura.


Sin embargo, considero que resulta una aproximación muy interesante a la obra de Ernaux e invita a leer sus textos si son desconocidos para el espectador. Permite apreciar conceptos de su literatura como la escritura plana, el característico estilo de redacción de la autora, factual y sin ninguna clase de evocación emocional para remarcar la crudeza y el realismo de las situaciones sobre las que escribía, inspiradas y sacadas directamente de sus memorias. Invita a leer y conocer obras de la autora como La mujer helada, Los años o La obsesión, que plantean debates de su pasado vigentes en nuestro presente como el debate del aborto, las dificultades en los problemas familiares, las formas de relacionarse, el despertar sexual, la virginidad, etc.


Es interesante apuntar cómo en el coloquio, surgió de entre los espectadores una esperanzadora –e ingenua– pregunta sobre si cree –la directora– si los jóvenes de ahora se podrían estar reconectando con la literatura gracias a su inserción en las aulas. Su respuesta fué clara: “El cine representa, no es representativo”. Explicó que a pesar de la comprensión de las obras y de que la mayoría de los alumnos mostraron interés en la autora, cuando se les planteaba leerse los libros enteros se negaban en rotundo, pues les daba más pereza, ellos simplemente querían leer fragmentos.


En tanto en cuanto este es un problema al que cada vez nos enfrentamos más a menudo deberíamos aprovechar documentales de esta índole para reflexionar sobre cómo hemos llegado a una sociedad asentada en la comodidad de la ignorancia y el conformismo. No nos preocupa quizás lo suficiente la capacidad de análisis de nuestros jóvenes porque no queremos una sociedad que sea capaz de señalar los problemas que hemos dejado a nuestro paso. Por suerte, existen pequeños grupos de resistencia que se niegan a dar por perdida a la generación tik tok.


Serás Farruquito

ree

Dirigida por Santi Aguado y Reuben Atlas, Serás Farruquito, articula un retrato genealógico que transita la herencia, liturgia y condena de la vida de Farruquito. El documental construye una cronología que entrelaza pasado, presente y proyección futura de una estirpe marcada por el duende y la tragedia, y que encuentra en Farruquito la encrucijada donde confluyen todas las tensiones familiares y artísticas de los “Farrucos”.


La estructura se sostiene sobre un árbol familiar que funciona a la vez como soporte narrativo y como metáfora de continuidad. Desde el abuelo Farruco, creador de su propio estilo personal y figura totémica del baile, hasta el hijo de Farruquito, apodado de nuevo “El Moreno” en un gesto que evidencia la circularidad casi mítica del linaje. La película insiste en la idea de la reencarnación simbólica dentro de la familia. Cronológicamente, arranca con imágenes del joven Farruquito bailando en Nueva York con apenas cinco años, en un archivo que el montaje sitúa como punto de partida de una trayectoria marcada por la idolatría familiar y la exposición pública precoz.


La película alterna entrevistas, materiales de archivo televisivo y fotográfico, fragmentos de actuaciones y recreaciones íntimas que, si bien a veces resultan forzadas en su cotidianidad dramatizada, buscan humanizar a un protagonista tantas veces mediado por la leyenda. Los insertos del backstage, momentos de oración antes de actuar o la presencia de Farruquito en homenajes como el dedicado a Antonio Chacón sirven para contrapesar la magnitud del personaje con su vulnerabilidad más cotidiana.


Uno de los aciertos formales del documental reside en la diferencia de tratamiento visual de las entrevistas: Farruquito mira directamente a cámara, reclamando una frontalidad que refuerza su posición central dentro del relato, mientras que los demás miembros de la familia son filmados mirando fuera de cámara, en un gesto sutil que marca jerarquías afectivas y narrativas. Esta decisión define una distinción clara entre quien encarna el legado y quienes lo orbitan.


El film no elude la dimensión más controvertida del bailaor, en particular el caso judicial por atropello y fuga que lo llevó a prisión y que lo convirtió durante años en objeto de escarnio mediático. Las apariciones en programas televisivos, como la célebre entrevista con Jesús Quintero, y el registro de la cobertura sensacionalista de su boda, ubican el episodio en su contexto sociocultural sin caer en la explotación morbosa sino más en una suerte de redención del héroe. La película sugiere, sin subrayados excesivos, cómo ese episodio fractura su imagen pública y marca un antes y un después en su carrera.


Visualmente, Serás Farruquito no busca grandes gestos estilísticos, pero encuentra potencia en la combinación de archivo y voz en off. Las escenas de baile están filmadas con respeto y claridad, permiten apreciar la técnica y la fisicidad del artista, y remiten en ciertos instantes –fugaces– al espíritu más orgánico de obras como Flamenco, flamenco de Carlos Saura.

La película ofrece también pequeñas cápsulas pedagógicas: una lección de braceo impartida por la madre, explicaciones rítmicas, momentos de enseñanza entre Farruquito a sus alumnas o su hijo. Estas “lecciones” funcionan como puentes entre tradición y transmisión, que consolidan la idea del arte como herencia que se aprende, se corrige y se entrega, al igual que su protagonista.


El tramo final, centrado en la figura del hijo y en su iniciación en el baile, subraya la esperanza de continuidad del linaje. Aunque resulta evidente la preferencia por el heredero varón y la ausencia de desarrollo en torno a las hijas, el film encuadra este relevo generacional como búsqueda de redención simbólica y renovación del mito familiar.


A pesar de su inclinación ocasional hacia el ensalzamiento del protagonista y cierta tendencia emocional que roza la lágrima fácil, Serás Farruquito logra situar con rigor y sensibilidad la relevancia artística y cultural de una figura central del baile flamenco contemporáneo. Más allá de las inconsistencias o momentos de reconstrucción discutible, el documental destaca por un cuidado visual que supera la tibieza de tantos retratos biográficos recientes y deja, en sus mejores secuencias, imágenes de fuerza cinematográfica. El resultado es un ejercicio de memoria y legado que, aún imperfecto, merece ser recordado por la claridad con la que captura la densidad humana y artística de una familia que ha marcado la historia del flamenco.


Chopin, Chopin

ree

Dirigida por Michał Kwieciński Chopin, Chopin! se aproxima al mito romántico del compositor polaco con una pulsión irreverente que dinamita cualquier expectativa de biopic académico. Desde la primera secuencia, en la que el zumbido de una mosca deriva en un travelling que nos deposita sobre el propio Chopin, la película declara su voluntad de intervenir, y retratar la historia del compositor y pianista.

 

La película se articula mediante una estructura fragmentaria sostenida por elipsis abruptas a negro, que marcan el paso del tiempo con un leitmotiv, que hacen patente el deterioro físico y mental del músico. Permiten saltar cronológicamente a través de su historia y conjugar una suerte de sátira social, farsa libertina, melodrama tísico y hasta apuntes de terror higienista en plena crisis sanitaria decimonónica.

 

El duelo artístico entre Chopin y Franz Liszt crea ecos inevitablemente al Amadeus de Miloš Forman, de la que tanto bebe esta nueva reimaginación de uno de los iconos del barroco clásico. Liszt aparece como fuerza explosiva y enérgica, mientras Chopin encarna la contención y el poder del silencio.

 

A partir del diagnóstico de tuberculosis, la película gira hacia un retrato íntimo del desgaste que sufrió hasta sus últimos momentos. Chopin aparece como un genio excéntrico, caprichoso y por momentos patético pero al mismo tiempo vulnerable ante su imposibilidad por generar relaciones interpersonales duraderas y genuinas.

 

Personalmente destaco con fervorosa fascinación el periodo de su exilio en Mallorca, concretamente en el pueblo de Valldemossa. A pesar de que podría haber sido una etapa de calma y recuperación gracias al clima mediterráneo, el destino decidió convertirla en un tiempo de deterioro físico y espiritual, marcado por el rechazo social y las lluvias interminables. Ese lugar termina suponiendo un espacio de descomposición, fiebre y delirio.

 

Chopin cada vez más deshecho, siempre aferrado al piano como si fuera su única constante vital fija en un mundo que se le desmorona, encuentra en un joven aprendiz, Karl Fritz, una renovación –muy fugaz–de su vocación musical y pedagógica, introduciendo un breve respiro antes de que la enfermedad lo devorase del todo.

 

La película levemente también muestra la tensión política de la época, con el rey francés reclamando a Chopin como símbolo francés mientras la revolución se cierne sobre la corte. Ese gesto subraya uno de los temas centrales: la disputa por la identidad del artista y la imposibilidad de domesticar su esencia. Chopin resiste, incluso cuando su cuerpo ya no puede hacerlo, estando a la orden del vanguardismo musical indomable por Liszt.

 

En sus últimos compases, la película evita el sentimentalismo: pese al avanzado estado de su enfermedad no se recrea en la heroicidad de su último momento para cerrar la narración. En lugar de recrearse en la muerte, la película opta por mostrar al músico tocando, delirante, rodeado de sus visiones, en un largo plano que gira a su alrededor hasta detenerse sobre su rostro. “Ya está”, el músico se dirige a cámara , como una aceptación casi humorística y autoconsciente de su propio final. El corte a negro y el epitafio sencillo recuerdan que, más allá del mito y el drama humano de la persona, lo que perdura es su música.

 

Así, Chopin, Chopin! emerge como un biopic que no inventa nada, pero que pone en valor la figura humana de un icono musical. Pone en manifiesto el caos, la enfermedad y la soledad de la vida de Chopin pero en cambio, su obra queda como un perpetuo cimiento para la historia de la música que sigue resonando hasta nuestros días.

 


Al final, lo que queda de esta edición del Festival de Sevilla no son tanto las jornadas o los debates, sino esas películas que, por distintas razones, siguieron resonando en mi mente cuando las luces de las salas ya estaban apagadas. Me impresionaron especialmente las obras Quién vio los templos caer, El accidente de piano y Cosmos. Estas tres obras no sólo destacaron dentro del programa, sino que me recordaron por qué seguimos yendo a los festivales: para tropezar con películas que expanden lo posible, que agitan en la comodidad y que, sin proponérselo, reconfiguran el imaginario colectivo y social, reimaginando conceptos universales como la naturaleza humana y la decadencia social.


Frente a ellas, se hicieron también visibles ciertas propuestas oníricas y surrealistas que, pese al valor artístico que pudieran tener, en su hermetismo extremo generaban más rechazo que fascinación, tristemente: películas tan cerradas sobre sí mismas que parecían exigir un manual de instrucciones. Ese contraste sirvió para recordar que el riesgo formal no siempre implica profundidad, y que lo críptico, cuando deja de invitar y sólo excluye, pierde su poder de revelación.


Si algo reafirmó esta edición de Sevilla es que el cine, incluso en su dispersión y fragilidad, continúa siendo un territorio donde todavía puede suceder lo inesperado.


ree

bottom of page