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Un incendio en la caja de cerillas. El Tractatus de Wittgenstein

Si algo puede decirse de las cajas de cerillas es que hacen ruido. No son objetos pensados para emitir ninguna especie de sonido, pero lo cierto es que lo hacen. Las cajas de cerillas suenan y lo hacen a medida que se vacían.



“Si mi nombre sobrevive solo será como el terminus ad quem de la gran filosofía occidental. Igual, por así decirlo, que el nombre de aquel que incendió la biblioteca de Alejandría” Wittgenstein, en Movimientos del pensar (7-02-1931)

Si algo puede decirse de las cajas de cerillas es que hacen ruido. No son objetos pensados para emitir ninguna especie de sonido, pero lo cierto es que lo hacen. Las cajas de cerillas suenan y lo hacen a medida que se vacían. Si está sin estrenar, la caja no es más que un bloque perfecto, compacto, con todas las cerillas ordenadas y en silencio. Se podría sospechar que en la caja hay cerillas, pero estando la caja virginalmente cerrada, no podrían distinguirse de, por ejemplo, un bloque de plastilina. Sin embargo, una vez que se abre por primera vez y se le da uso (lo que resulta inevitable porque las cajas de cerillas, como todo, existen porque se usan), las cerillas empiezan a ser cada vez menos y, con ello, a desordenarse: empieza el ruido. Tras vaciarse del todo, no obstante, de nuevo vuelve el silencio.


Resulta significativo, además, que no sea usual el hecho de que existan cajas llenas de cerillas hasta su máxima capacidad. Parece que, por algún extraño azar, siempre se las encuentra por la mitad o, tragicómicamente, casi vacías; pero solo casi, puesto que las cajas de cerillas vacías simplemente se desechan. Lo común es que, al encontrarnos con una caja de cerillas, podamos escuchar el tintineo: cerillas moviéndose dentro de la caja medio llena que agitamos al cogerla, chocando unas con otras en estrepitoso desorden dentro de una caja demasiado estrecha.


El mundo nos viene dado como las cajas de cerillas y Wittgenstein, que no fumaba, lo encontraba demasiado ruidoso. Huir del ruido dentro de la misma caja en que se produce es imposible cuando las cerillas siguen ahí y, puesto que, como se ha dicho, en las cajas de cerillas las cerillas siempre siguen ahí, todos optan por sumarse al baile de una esperpéntica armonía. Pero Wittgenstein había crecido en una casa en la que había, al menos, 12 pianos de cola y era capaz de silbar de memoria partituras enteras mientras paseaba y se deprimía. Él sabía que aquello no debía ser música. Nosotros, que el vienés habría cambiado todas sus ideas por haber podido componer una única pieza musical, pero se dedicó a disipar el ruido: “De lo que no se puede hablar mejor es guardar silencio”.


De haber estado el mundo colmado como una caja de cerillas sin abrir, tan solo hubiera existido el silencio y, con ello, después se hubiera podido distinguir la música clara e inocente que Wittgenstein juzgaba eclipsada pero latente. Los choques con las paredes del mundo y de las cerillas entre sí, sin embargo, como en 1824 lo hizo el público de la Novena sinfonía, en 1921 enmudecieron ante la sexta proposición del Tractatus: [p, ξ, Ν(ξ)].


De ser una partitura, la única manera de interpretarla sería rompiendo los instrumentos y dando por concluida la función. Pero mejor el silencio ensordecedor a un mal concierto. Aunque de este silencio, a diferencia del que reina en el mundo colmado o en la caja totalmente llena de cerillas, tan solo se pueda recordar lo que debía ser música sin que pueda volver a entonarse una nota. Wittgenstein se encendió desde dentro y causó un incendio tan grande que acabó con todas las cerillas, que ya llevaban en sí la mecha que las prendería; incluida la suya, que una vez encendida dentro de la misma caja que el resto, no puede más que arder con las demás o acabar por consumirse a sí misma, con su propio fuego.


Toda cerilla no puede más que consumirse en una llama idéntica a las del resto, estar predispuesta a arder de manera nada sorprendente. Todas se prenden de la misma manera en un mismo incendio que acaba por significar el vacío entre los límites de una caja o del mundo donde tampoco hay ya sitio para el ruido. La tautología es catártica en tanto que purifica, pero también necesariamente melancólica: en el vacío los límites totalmente desnudos se muestran demasiado estrechos.


Se añora el sentido que los empujaba más allá pero el sentido está más allá. Aquí, simplemente, no hay nada; solo cenizas.

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