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Despedirse del maestro

Quien escribe ha afrontado El pasajero / Stella Maris sin que le importe en demasía lo que en la doble novela ocurre, porque se trataba de una lectura de despedida a uno de los autores que más me ha influenciado como lector y como escritor.


Cormac McCarthy y su esposa, Anne DeLisle, 1966.


Hace unos años, un editor me confesó que, a pesar de considerar a Cormac McCarthy un maestro, conservaba sin leer una de sus novelas (Suttree), bajo el argumento de que, para cuando el autor norteamericano falleciese, aún tendría alguna de sus obras sin leer. Reconozco que en el momento me pareció algo un poco idiota, pero a continuación yo mismo apliqué la misma estrategia con Roberto Bolaño, con la diferencia de que, para cuando empecé, el autor chileno ya llevaba unos cuantos años muerto.


Si bien pretendía que este texto reseñase la última obra de McCarthy, la novela doble El pasajero / Stella Maris, lo cierto es que uno de sus leitmotivs es la trascendencia que los grandes autores perciben en sí mismos: su literatura, sus ficciones, su Obra (así, en mayúscula). El caso de Bolaño quizá no sea tan diferente del de McCarthy, porque ambos enfrentaron su última obra sabiendo que se acercaban al final de sus días (salvando las distancias).


Reseñar a McCarthy es un asunto que, más que serio, resulta un atrevimiento medio inconsciente. ¿Cómo reseñar a uno de los últimos grandes autores vivos? Pero es relevante, toda vez que llevábamos más de quince años esperando este trabajo, algunos (entre los que me encuentro) ya convencidos de que jamás llegaría. El pasajero era una idea nebulosa que circulaba por foros literarios, pero muchos habían arrojado la toalla, asumiendo que se trataba de un rumor. Su llegada, cuando el autor cumple ya las 91 primaveras, ha sido inesperada hasta hace apenas un año.

¿Qué necesidad tenía McCarthy? Desde luego, el conjunto de su obra no necesitaba otro aporte, por inconmensurable. Más aún porque, El pasajero / Stella Maris, es un rara avis dentro de la obra tardía de los grandes autores. Por lo general, los tótems de la literatura tienden a terminar sus increíbles vidas literarias ‘revolcándose’ en su propio estilo, sus lugares comunes. No en vano, es la forma en que alcanzaron la gloria, ¿para qué cambiarlo? ¿Para qué sumirse en la incerteza de la experimentación, corriendo el riesgo de caer en errores que sombreen la importancia de una obra que ya es trascendente?


Pero, precisamente, en la obra que nos presenta McCarthy por ahí van los tiros. Rechazando parte de su legado, esa prosa densa y rica, opresiva y rezumante de sensorialidad que encontrábamos en Meridiano de sangre o La carretera, el autor nos empuja hacia caminos dibujados con una prosa descarnada, por momentos casi desabrida, de tinte intensamente realista pero plagada de personajes outsiders de la vida común, y que se ven arrastrados a diálogos entre profundos y casi vulgares. Esto ocurre, especialmente, en El pasajero, la primera de las dos partes de esta obra, protagonizada por Bobby Western, y en la que abundan las reflexiones sobre la naturaleza del universo y de las cosas. No en vano, McCarthy tiene su despacho, desde hace años, en el Instituto de Santa Fe, un centro de investigación multidisciplinar. Esas referencias no desaparecen en la segunda parte de la historia, que se complementa perfectamente con la primera, y que protagoniza la hermana de Bobby, Alice; estructurada mediante largos diálogos entre esta y un psiquiatra, en ellos no falta, desde luego, la abstracción.


Para fans acérrimos de McCarthy, no hay gran cosa del autor de Trilogía de la llanura o Suttree en El pasajero / Stella Maris, exceptuando (¡y poca cosa no es!) la maestría en el control de la narración y sus tiempos, lo que se muestra y lo que no. Uno ve en esa desaparición de la exuberancia sensorial, casi hiperbólica, una muestra de adaptación a las diferentes edades del ser humano. ¿Cómo no regodearse en lo sensorial cuando el cuerpo es joven y todo es turgente, excesivo? Pero los avatares del tiempo en el cuerpo humano conducen a una senectud que ya no se puede apoyar en la exuberancia juvenil, y en donde asoman las abstracciones, las ideas. El cuerpo se deteriora, la mente permanece. En El pasajero / Stella Maris veo una metáfora del cambio inevitable que la física de nuestros cuerpos sufre a medida que envejecemos. Perdido el artificio, permanece la pureza de lo abstracto.


Supongo que, a estas alturas, el lector ya habrá percibido que esto no es una reseña al uso. Quien escribe ha afrontado El pasajero / Stella Maris sin que le importe en demasía lo que en la doble novela ocurre, porque se trataba de una lectura de despedida a uno de los autores que más me ha influenciado como lector y como escritor. Y sí, mi fanático interior reclamaba un nuevo Suttree, un Meridiano de sangre. Pero, ¿hubiera sido coherente con el paso del tiempo y sus consecuencias?


Cuesta decir adiós. Afortunadamente, y que tenga larga vida, la obra de Cormac McCarthy permanecerá todavía muchos años con nosotros. De eso va la trascendencia literaria.






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