Llorenç Llobet-Gràcia es una figura curiosa dentro de la historia del cine español. De la misma forma que la inmensa mayoría de nuestro cine perteneciente a la inmediata posguerra (quizás con la única excepción de Edgar Neville) se encuentra extremadamente olvidado, y raro es que se haga referencia a su obra en cualquier lista de cineastas españoles imprescindibles.
Llobet-Gràcia filmando
A lo largo de los años 30s y 40s, Llobet-Gràcia se consolidó como uno de los directores más vanguardistas, audaces y únicos que ha habido en el cine español. Entre sus múltiples cortometrajes pueden encontrarse piezas que incluso podrían adscribirse sin ningún problema a la categoría de cine avant-garde. Sin ir más lejos, Pregària a la Verge dels Colls (1947) guarda semejanzas sorprendentes ni más ni menos que con la obra magna de José Val del Omar: Fuego en Castilla (1960). No es el único de sus cortos con el que se pueden establecer paralelismos respecto al cine del granadino, pues ahí está también ese precioso díptico conformado por El Valle Encantado (1946) y El Diablo en el Valle (1947), con claros ecos de Película Familiar (José Val del Omar, 1938).
Pregària a la Verge dels Colls (Llorenç Llobet-Gràcia, 1947) / Fuego en Castilla (José Val del Omar, 1960)
Merece también la pena mencionar una película sorprendente: ¿Suicida? (1934), inmersa de lleno en las vanguardias de los años 20 y 30, cuando el cine ‘surrealista’ y ‘dadaísta’ se encontraba en pleno apogeo, con representantes claros como Un Chien Andalou (Luis Buñuel, 1929) o Entr'acte (René Clair, 1924). ¿Suicida? trabaja sobre esa tradición previa e incluso le incorpora un toque más allá, añadiéndole un componente meta-narrativo al introducir a un director que está presentando a su productor un cortometraje con ese mismo título.
Pequeño fragmento de ¿Suicida? (1934)
En cualquier caso, a pesar de su relevancia, desgraciadamente a ninguna de estas películas de casi imposible acceso se les ha prestado jamás la más mínima atención, y lo mismo podría decirse en general de su autor. No obstante, para un círculo bastante reducido -aunque por fortuna, cada vez más amplio-, sí que existe una película que ocasionalmente es reivindicada: Vida en Sombras.
Póster de Vida en Sombras (1949)
Vida en Sombras es, bajo mi punto de vista, una de las mejores películas que se han hecho dentro de esa especie de subgénero que solemos llamar “cine dentro del cine”. Una reflexión sobre el oficio del creador cinematográfico, en el que se otorga al propio hecho de filmar la condición de acto personal e intransferible, concibiendo a la cámara como una extensión del propio cuerpo.
Desde su propio nacimiento, en una escena completamente insólita, Carlos viene atado al cine como si de una predestinación se tratase. Como una especie de bendición y maldición simultánea, algo que nunca le abandonará.
Escena del nacimiento de Carlos
A lo largo de su infancia y su adolescencia, su amor por el cine no para de crecer y crecer, hasta que finalmente se completa su evolución de cinéfilo a cineasta. Es en ese momento en el que entra en juego lo ya mencionado antes: la noción de la cámara como una extensión del propio cuerpo. Filmar, para el personaje, es equiparable a respirar.
Carlos, entusiasmado por el cine en su infancia y en su juventud.
Carlos tiene una forma personalísima de entender el cine, como algo indistinguible de la propia vida. La filmación de cosas cotidianas, de su día a día, se convierte en una necesidad vital. Recuerda mucho a la idea que introduce Jonas Mekas en su obra maestra, As I Was Moving Ahead Occasionally I Saw Brief Glimpses of Beauty (2000).
Fragmentos de As I Was Moving Ahead (Jonas Mekas, 2000) en los que su director expone su forma de ver el cine.
Es en el marco de esa pulsión extrema por filmar cuando el personaje interpretado por Fernando Fernán Gómez toma la decisión que marcará el resto de su vida. Cuando comienzan los primeros combates de la Guerra Civil, Carlos siente la necesidad de bajar a la calle y dar fe, con su cámara, de todo lo que está ocurriendo ese fatídico 18 de julio de 1936 en las calles barcelonesas. A pesar de lo arriesgado de su misión, Carlos llega ileso a casa, pero su mujer no corre la misma suerte, pues ha muerto por el impacto de una bala perdida.
Esta situación genera un conflicto interno gigantesco en Carlos, pues fruto de su frustración, acaba concluyendo que el cine, aquello a lo que dedica los mayores esfuerzos e ilusiones de su vida, ha sido el culpable de la muerte de su ser más querido. Este pensamiento sellará su visión del cine durante los años próximos, y desembocará en un alejamiento del mismo aparentemente definitivo.
No obstante, como ya establecía la película en su propio inicio, el lazo de Carlos con el cine es no solo biológico, sino casi metafísico. Ni siquiera cuando trata de mudarse y cortar toda relación con él logra una separación real, pues en una especie de persecución macabra, las luces de neón del cine que tiene enfrente de su nueva casa no paran de iluminarse, de forma casi amenazante, como un desafío.
Carlos, perseguido por el cine incluso en su propia casa
Durante años, Carlos vive recluido, atrapado por sus fantasmas y carcomido por sus remordimientos. Y, por supuesto, completamente alejado del cine, tanto en su faceta cinéfila como en su faceta cineasta. Llegado cierto momento, entra en escena un antiguo amigo que logra convencerle, tras muchísimas reticencias, de ir a ver la nueva película que está causando sensación en todo el mundo: Rebecca, de Alfred Hitchcock.
Mítico fotograma inicial de Rebecca (Alfred Hitchcock, 1940)
Me resulta muy llamativo el rol que pasa a ocupar Rebecca en ese momento, pues se plantea una especie de juego conceptual entre la película de Hitchcock y la de Llobet-Gràcia, equiparando de alguna forma la situación de los protagonistas masculinos de ambas. Como si Carlos se subrogase en la figura del personaje de Lawrence Olivier y lograse purgar, finalmente, su culpa por el ‘homicidio indirecto’ de su esposa.
El visionado de Rebecca resulta completamente terapéutico para Carlos, y se convierte en un punto de inflexión vital. Al reconciliarse con su yo cinéfilo, reúne las fuerzas necesarias para hacer algo que hasta ese momento parecía inimaginable: reconciliarse con su yo cineasta.
Carlos comienza a revivir los momentos con Ana. Pero no partiendo de los recovecos de su memoria, como venía haciendo hasta entonces, sino contemplando, tras mucho tiempo, las películas que filmó cuando ella aún seguía con vida. No es hasta ese momento cuando su irracional rechazo por el cine desaparece, cuando Carlos adquiere consciencia de que culpabilizar al mismo de la muerte de Ana nunca tuvo sentido. Es precisamente el cine lo que le da la oportunidad de que Ana viva para siempre. No como un recuerdo intangible, sino como algo físico, en forma de imágenes en movimiento.
Así, el fantasma de Ana finalmente abandona el cuerpo de Carlos, y pasa a habitar para siempre el celuloide. Carlos, por su parte, tras esta especie de exorcismo cinematográfico, recupera de nuevo la ilusión por vivir. Una vez más, el cine vuelve a verle nacer.
Carlos volviendo a las imágenes que filmó de su mujer
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