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Vida y muerte de un latido

Los beat fueron, en su momento, un movimiento que iba más allá de lo literario, una ola contracultural formada por personas que renegaban de los valores clásicos que siempre habían caracterizado a la sociedad estadounidense. Filosofía oriental, drogas, jazz, libertad sexual, negación del trabajo.


Fotografía en grupo con algunos de los miembros del grupo Beat, junto a la famosa libreria City Lights


Hace trece años (suspiro resignado) adquirí en una librería de Compostela el poemario Aullido, de Allen Ginsberg. No recuerdo bien qué me llevó a él. Quizá fue la película protagonizada por James Franco, donde se conduce de forma paralela tanto la obra como el proceso judicial que buscó su censura (los USA, siempre bien). Aquel aullido desgarrador, fascinante y lleno de simbolismos, fue amor a primera vista. Lector experto en descubrimientos tardíos, yo no sabía que la poesía podía ser eso; y lo que disfruté con los largos versos, la prosodia del propio autor leyéndolos en pésimas grabaciones en la librería City Lights. No importaba que se me escapara el sentido de muchos de ellos, su pulso me llegó.


Aullido fue mi entrada a la generación beat.

Fue la inocencia, supongo, la que me llevó a fascinarme sobremanera con los beat y el cosmos que los rodeaba. El siguiente en entrarme por las venas fue Jack Kerouac, y no precisamente por su obra más conocida, En la carretera, sino por la pacífica y espiritual Los vagabundos del Dharma. Más tarde fracasaría con El almuerzo desnudo, la lisérgica obra insignia de William Burroughs, ese tipo hostil y turbio que, junto a los dos anteriores, siguen formando la santísima trinidad de la generación beat.


Los beat fueron, en su momento, un movimiento que iba más allá de lo literario, una ola contracultural formada por personas que renegaban de los valores clásicos que siempre habían caracterizado a la sociedad estadounidense. Filosofía oriental, drogas, jazz, libertad sexual, negación del trabajo. Parte del legado de esa generación se trasladó más tarde al movimiento hippie (de la mano de, entre otros muchos, el propio Allen Ginsberg), y su impronta se extendió a lo largo de las siguientes décadas y por todo el mundo occidental. Sin embargo, el sistema terminó asimilando lo beat, suavizándolo y sometiendo al movimiento a un proceso de convencionalización (el capital…) que lo volvía admisible. Convertidos en beatniks, etiquetados y frivolizados, su fama eclipsó lo que de contracultural tenía el asunto. Aquella espuma visible de una generación desconectada de los valores morales de Estados Unidos, terminó en una mera etiqueta, casi una caricatura (referente simpsoniano: los padres de Ned Flanders).


El latido de un momento, corrompido y finalmente extinguido.

Detrás de Kerouac, Ginsberg y Burroughs (aunque a veces no lo parezca), había una plétora de autores y autoras que, si bien durante años fueron eclipsadas, poco a poco han ido siendo rescatadas por pequeñas editoriales. Ahí están todas las autoras beat que pululaban en el movimiento (Diane Di Prima a la cabeza, recientemente publicada por Las Afueras: Memorias de una beatnik), y que hacían gala de las mismas aptitudes que la endiosada tríada. Muchas de ellas terminaron publicando autobiografías en las que exponían ese desaire que duró décadas. Y también autores de gran valía apantallados por la santísima trinidad beat, como Lawrence Ferlinghetti (que además de la librería City Lights, trasunto de sede central de la generación beat, tiene una larga carrera como poeta), Gregory Corso, Gary Snyder, etc.


Como mencionaba un par de párrafos más arriba, lo beat murió cuando lo volvieron de masas, al convertirse en una etiqueta que uno se ponía para estar de moda; el sistema frivolizó lo beat en beatnik, poco más que ponerse una camiseta de rayas blancas y negras, una boina, renegar del matrimonio y drogarse con una justificación moral de discordia con el status quo, para a ratos recitar algún poema escrito en el fragor de la borrachera. Epítome de ello es que los propios miembros de la generación beat acabaron moviéndose en otras direcciones, o muriendo presa de sí mismos. Es el caso de Jack Kerouac, cuya obra Big Sur (leída hace unas semanas) ha sido germen de este artículo. Big Sur (también una zona de la costa californiana) es una conocida obra de Kerouac, en donde a este se le encuentra devorado por su propio personaje. Paranoico, terriblemente alcoholizado y con la mente degradada, es sin embargo consciente de que lo beat ha muerto, y de que él mismo es incapaz de reconvertirse en un ser humano funcional. A lo largo de las páginas de la ¿novela?, le encontramos perseguido por sombras y demonios, aferrándose a fórmulas místicas que ya no funcionan. Todo lo que era paz y contemplación en Los vagabundos del Dharma, es ahora pura desolación. En la misma obra, se percibe la preocupación de sus viejos amigos (Neal Cassady, Lawrence Ferlinghetti), pero Kerouac transita ya otros territorios, atrapado por un alcoholismo que le acabará conduciendo la muerte. No queda nada de paz, como decía, ni tampoco del bullicio juvenil vertiginoso de En la carretera, ni el jazz de Los subterráneos. Ha desaparecido todo rastro de erotismo y vida salvaje. En Big Sur, uno siente compasión por Kerouac, al que se percibe como un títere manirroto que casi da vergüenza ajena.


Kerouac representa el ascenso, esplendor y muerte de la generación beat.

También a mí se me murió la fascinación, al cabo de un tiempo, y si bien coloqué a los beat en un lugar de preferencia en mi historia como lector, me moví hacia otros territorios literarios (algunos de los cuales también frecuentaban viejos autores beat, como Ginsberg o Snyder). Por el camino, se me quedaron un buen puñado de cuentos escritos al fragor de las brasas beat. Es la vida del lector: saltar de rama en rama, aferrarse a unas y a otras, sin acabar de soltarlas, de dejarlas ir. Porque los autores que nos tocan se quedan para siempre con nosotros.


No hay mayor lección de la generación beat que la de que, como toda estructura humana, somos perecederos, temporales, leves; otra vez: ascenso, esplendor y muerte. Y me gustaría saber cómo terminar el texto, desanudarlo de esa sensación de decadencia, de desaparición, pero no encuentro la manera.

Así que sirvan mis palabras como elogio del impulso literario de toda esa generación.

 

PD. Curiosamente, a pesar de los excesos de los miembros de la generación beat (no exclusivamente alcohólicos), muchas de sus figuras disfrutaron de vidas largas: Burroughs, el asesino, 83; Ginsberg, 70; Ferlingetti, 101; Di Prima, 86; Corso, 70; Carr, 79; Snyder, 93. Kerouac, en cambio, murió a los 47 años, deprimido y arrasado por el alcohol.

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