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Piedras que no ardieron

El siguiente relato fue finalista del XXVII Certamen de Relatos Breves 8 de Marzo, Navalmoral de la Mata, 2023.


A Barbara Hepworth 


Barbara Hepworth En, Mall Studio, Londres, 1933


La escultora ha salido a pasear alrededor de su estudio. Quiere conectarse con el viento, apropiarse de su fuerza para así regenerar la suya propia. Observa las formas de la playa desde lo alto, los contornos son móviles, lentos, orgánicos. Cuando se queda quieta el salitre se adhiere a su pelo y a su piel como si fuese escarcha. Le gusta saber que sabe a sal. Si tuviese otra lengua se lamería entera. Flores pequeñas nacidas en el acantilado se agitan como hogueras llamando su atención. Sois tan frágiles, piensa, y tan fuertes a la vez. Os preservaré. Os daré la vida de las piedras.

 

            Siempre ha escondido flores entre las páginas de sus cuadernos de dibujo. Antes de comenzar a tallar las piedras concentra toda su atención en estudiar las diferentes posibilidades: los puntos de vista, los perfiles, los ángulos, las secciones. Sobre el papel es muy metódica con su proceso creativo. Elige cuidadosamente los colores, la textura que quiere conseguir. Podría arrancar los dibujos y colgarlos de la pared, a veces le sobreviene ese impulso exacto. De tan esquemáticos son estéticos, evocadores. Luego en un instante lo aparta todo a un lado y se abandona a la realidad matérica, preservando, quizá sin verdadera o consciente intención, la integridad de los cuadernos.

 

            Al ritual íntimo que tenía lugar en el estudio antes de comenzar a usar las herramientas ella lo llamaba "el abrazo", aunque alguna vez también lo definió como "la escucha". Los bloques me hablan, solía decir, me dicen cómo quieren que los vaya dando forma, que descubra su interior y su verdadera dimensión. Me dicen talla aquí, pule aquí. Las piedras me hablan, me lo dicen todo. Por eso a veces sus dibujos se parecen tan poco a las obras finales, porque entre medias ha tenido lugar una verdadera conversación. Desde la idea inicial hasta el resultado de la escultura se abre un incierto recorrido que va conectando la esencia del boceto con. Corta, corta. No, no creo que sirva esta toma. Hace demasiado aire, no se te escucha nada. ¿Y si nos metemos dentro? Ah, ya, por el olor.

 

*

            La nieta de la escultora presta su voz a algunos de los pensamientos que su abuela dejó por escrito y que ahora forman parte de un guión. También filma imágenes con una cámara de vídeo cedida por el museo de arte, una especie de diario personal de rodaje. Graba desde su mirada. Reflexiona en susurros. Se ha guardado una de las flores prensadas en el bolsillo de la cazadora vaquera. Piensa que nadie ha visto cómo sus manos entrelazaban páginas y dedos para extraerla con cuidado de no descomponerla. Sabe que ningún miembro del equipo va a atreverse a decirle nada. Era su abuela. Y qué más da una flor, si ya está registrada, fotografiada, catalogada y archivada, se dice. Qué más da si lo que importa es el contenido del cuaderno de donde ha salido esta flor ya extinta. Cree que podrá extraer su semilla de alguna manera. Recuperarla como si se tratase de otro legado familiar complementario. Piedras que son esculturas, cuadernos que son archivo, flores que son herbario. Qué maravilla poder conservar tus palabras. Recordarte viva es levitar.

 

            Hay cosas que las piedras no le dijeron a mi abuela, como:

/ cuidado con el polvo que desprendemos / ¿por qué no llevas mascarilla para protegerte de nosotras? / somos sustancias naturales no vivas, pero tú no / enfermarás por nuestra culpa / ventila mejor este estudio / pasa más tiempo con seres de tu especie / no es cierto que seamos eternas, ya es hora de que lo asumas, solo que tenemos nuestro propio ritmo / observa los líquenes, la intemperie / este sol es una bestia que un día os incendiará / vigilad las migraciones de las aves /

            Cosas así.


            Eras una cíclope asomada a los orificios de tus esculturas. Me hacías reír. Mi yo niña pensaba en lo increíble: mi abuela es capaz de agujerear las piedras. En el colegio presumía de ti, me servías como espejo, imagen, símbolo y escudo. Ya comprendo la motivación de tus volúmenes, cómo cosías los huecos con tiras tensionadas de cuerda para que fuese el viento quien tocase tu obra como si se tratase de un instrumento musical regalado a la naturaleza. Me asomo a este acantilado hipnótico, el mismo que tú contemplabas. Te he leído y yo también lo siento, las ganas de avanzar unos pocos pasos y dejarme caer. Si supiésemos un poco más sobre la ligereza de los cuerpos, sobre la gravedad, o la ingravidez. El mar y el aire son hoy más cálidos. Hay muchas más carreteras y casas. No te gustaría. Al mundo le hemos acelerado el ritmo y está cambiando.

 

            Este es mi tiempo, abuela, esta mi placenta. Paseando entre las esculturas que colocaste en el jardín entiendo que este documental sobre tu obra va a ser decisivo. El equipo técnico aprobó no eliminar la capa de oscura grasa que recubre tus piezas tras el incendio. Pasaron a formar parte de la colección del museo así, ennegrecidas, oliendo a naturaleza volcánica prehistórica. Las respiraremos hasta que queden limpias. Seguiremos inhalando como caníbales aéreos partes microscópicas de todo lo que creaste. Recordarte viva es confiar en la genética.

 

*

            Y si todo esto ardiese, ¿qué quedaría tras de mí?

            Como cada tarde a última hora ha ido cerrando muy despacio todas las ventanas del estudio menos una.

            Al fuego hay que darle alimento, y qué mejor que el aire incierto de esta costa y mi respiración cansada.

            Ha colocado sus esculturas de tal manera que en unos pocos minutos van a encajarse milimétricamente los orificios con los rayos del sol, dibujando un haz de luz que apuntará al centro de su pecho. Ha dispuesto su ceremonia última en el dolmen calculado de sus obras. Se ha sentado para quitarse la ropa. Ha abierto mucho los brazos, como si fuese a saltar.

 

*

            Ardieron las peanas de madera que las sostenían, ardieron las empuñaduras de tus herramientas. Ardieron, esas muy rápido, las cuerdas que transformaban el viento en partitura. Explotaron los tarros de cristal, los botes con los químicos que manipulabas, todo lo que podía dañarte lo mantenías junto a ti, muy cerca. No te imagino gritando, sino apretando muy fuerte las mandíbulas. En algún momento cerrarías los ojos, serías solo tacto hasta que dejaste de ser ser vivo.

 

            No ardieron los cuadernos, ocultos bajo una plancha de un material que resultó ignífugo. No ardieron las piedras que tú abrazabas. Y escuchabas. Me acerco desde entonces hasta ellas: me oculto en las salas del museo para mancharme de negro las sienes, las mejillas, las orejas, mechones de mi pelo. Yo también quiero escuchar el lenguaje de tus piedras, encontrar mi propia manera de comunicarnos, tú, yo, lo inerte del planeta. Por eso viajo hasta volcanes en erupción. Para vibrar junto a la tierra que tanto echa de menos tu abrazo. Recordarte viva es prolongarte.

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