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         ISSN 2792-5110

HABLA DE ARTE®

Lecturas para un apagón (o reformulación del clásico «libros que te llevarías a una isla desierta»)

En lugar de los escenarios catastróficos comunes (que también tuve tiempo de imaginar), recordé las tardes veraniegas de infancia, en tiempos de pre-internet, y que se parecían sospechosamente a este mundo que durante unas horas nos generó el apagón.

Fotograma de la película Matar a un ruiseñor, 1962
Fotograma de la película Matar a un ruiseñor, 1962

La tarde del pasado lunes, durante el ya bautizado como Gran Apagón, aparte de diversas tareas domésticas que llevaban tiempo siendo postergadas (la balda de una estantería que se doblaba, varias plantas en lista de espera para su trasplante, el cepillado siempre complejo de las gatas medio salvajes con las que convivo, etc), dediqué algún que otro rato a la lectura. No mucho más del habitual, para qué mentir. De a ratos, sin embargo, mi mente con tendencia a la fantasía comenzó a elucubrar qué pasaría si la situación se alargaba. En lugar de los escenarios catastróficos comunes (que también tuve tiempo de imaginar), recordé las tardes veraniegas de infancia, en tiempos de pre-internet, y que se parecían sospechosamente a este mundo que durante unas horas nos generó el apagón.


En aquellos veranos de días inmensos, los niños teníamos que buscarnos la vida para entretenernos. Estaba la tele, sí, pero aunque la parrilla televisiva se adaptaba a millones de niños sin colegio, había largos ratos en que la emisión iba dirigida a otros sectores de la población (mayormente, jubilados). En ese buscarse la vida cabía casi de todo. En mi caso particular, aislado de mis amistades habituales, fue en esos veranos en los que se fundamentó mi amor por la lectura, también en aquellas tardes me lancé a la escritura. Tardes de verano que fueron un laboratorio de creatividad: imaginaba ejércitos y batallas, escenarios mitológicos llenos de seres fantásticos, eventos deportivos épicos, conversaciones entre humanos y animales, historias de fantasmas. Y devoraba libros en las horas de más calor (que también las hay, en Galicia), a la “lumbre” de las imágenes del Tour de Francia en el televisor.


El señor de los anillos, toda la serie de libros del Sherlock Holmes de Arthur Conan Doyle, Julio Verne y H. G. Wells, etcétera. Una vez por semana, agarraba mi bicicleta y pedaleaba 16 kilómetros (8 ida, 8 vuelta) hasta el pueblo y atracaba la biblioteca, regresaba sudando la gota gorda con los libros en una bolsa de plástico. Todo, a cierta distancia, luce algo cutre y supura nostalgia. Existía un acuerdo tácito entre mi abuela y yo: servidor desaparecía con la bicicleta sin decir a dónde iba, bajo la promesa de estar de vuelta para la hora de comer. Prometía llevar el casco, que arrojaba a una cuneta al otro lado de la curva, y pedaleaba a por más historias.


No he vuelto a recuperar aquella sensación de poder estar horas metido en un libro. El paso del tiempo, pero también la presencia del móvil y la atención desasosegante y continua que requiere de nosotros, son culpables de ello. A punto que hoy en día, a pesar de todo, para concentrarme en una lectura, dejo el móvil en otra habitación de la casa. Ayer, con el fundido a negro de la corriente eléctrica, en un día límpido y caluroso, como de verano, regresé a aquellas tardes de verano de mi infancia.


Y la pregunta: ¿qué libros os llevaríais a un gran apagón como el de ayer? ¿Qué libros harían servicio de emergencia durante una situación de crisis? Porque si bien la pandemia fue una de estas situaciones, la red cubrió gran parte de nuestra necesidad de ocupar las horas. Yo leí mucho durante el confinamiento, pero hubiera leído más si la conexión a internet hubiera sido inconstante o ausente. Imaginemos que el apagón dura un mes entero, obviando el caos social, elucubremos únicamente qué libros nos ofrecerían consuelo.


En mi caso, quizá me atreviese a visitar o revisitar obras que, por una o por otra, se han ido quedando relegadas hasta ahora. Hace años que albergo el deseo, por ejemplo, de dar una lectura adulta a El señor de los anillos, leído al albur de la adolescencia. Sin duda, me lanzaría a “quemar” todas las lecturas pendientes habidas y por haber en mi montaña de pendientes. Sin hoy día un libro de menos de 500 páginas me dura una semana, no descarto la posibilidad de consumir novelas a ritmo de una por cada dos días. Podría atreverme con lecturas exigentes o casi épicas, como la serie de En busca del tiempo perdido, o el Ulises de Joyce (sería mi tercer intento). Dedicaría tiempo a releer obras que para mí han supuesto un tránsito en mi vida lectora, desde el 2001 de Arthur C. Clarke a Los libros de Jakob de Olga Tokarczuk. Dispondría de tiempo para profundizar en la obra de un autor a lo grande: una semana para meterme entre pecho y espalda todas las novelitas de Bolaño (excluyendo Los detectives salvajes y 2666), todas las de Cormac McCarthy. Volvería a leer Frankenstein, sin duda, también Rayuela, arrasaría con todas las novelas gráficas de Joe Sacco, Guy Deborde, por no hablar de los tomos de Asterix y Obelix. Etcétera.


La lectura nos ofrece un refugio, un lugar donde acurrucarnos y dejarnos participar en las historias que otros han imaginado, actores pasivos de una representación que sucede mágicamente en el interior de nuestros cerebros. Somos animales que se cuentan, capaces de imaginar.


Sugiero que, además del kit de supervivencia, armemos nuestros arcón lector de emergencia. Para que cuando nos pille el próximo apagón, sepamos qué páginas abrir y hallemos en ellas nuestro lugar seguro.

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