El miedo a la maldad humana, de la que fui consciente quizá demasiado pronto, me dura hasta hoy. Miedo que ha ido cogiendo forma de fascinación.
El otro día me preguntaba una amiga que a qué tenía más miedo de chica. Le dije que a los bichos, sobre todo a las arañas, pero fue una respuesta para salir del paso, lo reconozco. No sé por qué me dio pudor decirle la verdad en ese momento. No, de niña no eran las arañas lo que me daba más miedo —hasta el punto de mearme encima de puro terror—, sino los demás niños. Mis pares, mis iguales, mis compañeros. ¿Recordáis a Simon, de El Señor de las Moscas? Sí, al que confunden con la bestia y muere linchado por el grupo en un momento de pánico y furor máximo colectivo. Bueno, pues Simon soy yo a mis nueve años. Su faceta espiritual, su conexión con la naturaleza, su sensibilidad y su carácter introvertido, lo convierten en mi personaje favorito, sin duda. Pero no es por eso por lo que empatizo tanto con él, sino por el miedo a sus congéneres que se puede leer en sus ojos. De hecho, mi frase favorita de todo el libro (que lamentablemente no aparece en la película) la dice él:
«Quizá haya una bestia pero puede que sólo seamos nosotros».
El miedo a la maldad humana, de la que fui consciente quizá demasiado pronto, me dura hasta hoy. Miedo que ha ido cogiendo forma de fascinación. Por eso, por ser los actos de mi propia especie lo que me produce las peores pesadillas, dedico este artículo al monstruo que todos llevamos dentro y que venimos gestando desde nuestra más tierna infancia. Nuestra sed de mal.
Fotograma de la película "El señor de las moscas"
Claro que tú, es decir, nosotros, no seríamos lo de hoy sin lo que fuimos ayer. ¿Y qué niños fuimos?, ¿lo recuerdas? Yo a veces hago como que se me olvida, pero para serte sincera no he cambiado mucho en este tiempo. Quizá por influencia de mi entorno, la idea de diversión que tenía de niña no distaba mucho de la de una anciana. Sigo siendo una criatura risueña, eternamente feliz a la sombra de un limonero. Pero, espera, no te confíes demasiado. Ese ser de luz con rostro angelical sometía a sus muñecas a auténticas prácticas de tortura que aun recuerdo vivamente. Y sí, no niego que mucho de aquello tuviera una razón de ser, no voy a entrar en eso (por ahora). Pero también es cierto que los niños a veces son siniestros porque sí. Sin más. Y de esto me di cuenta a los veintipocos, trabajando de aupair en Escocia, tras ser noqueada por un toddler de dos años que no paraba de pegarme porrazos en la cabeza con su casco de Iron Man hasta que, tras lo que me pareció una eternidad, acudió su madre en mi rescate. ¿Jugaba? Tengo mis dudas. Sobre todo porque no se reía, sólo me miraba fijamente y volvía a golpear con todas sus fuerzas. ¿Pero qué puede hacer un adulto en una situación así para defenderse? Me imagino que se te habrá ocurrido algo en seguida. Bien por ti, a mí también ahora, no entonces. Aquel día me quedé como Evelyn —la prota de ¿Quién puede matar a un niño?—, petrificada e incapaz de hacerle daño a aquella suerte de cachorro de Belcebú. Imagínate llevar ese pequeño demonio en el vientre. Se me disiparon las ganas de ser madre definitivamente después de ponerme en la piel de Rosemary en La Semilla del Diablo; o de Eva, la madre de Kevin, probablemente el personaje más inquietante creado por la retorcida imaginación de una de mis autoras favoritas, Lionel Shriver. Si te da pereza el libro, estás de suerte porque Tenemos que hablar de Kevin se llevó al cine y Tilda Swinton (el ángel Gabriel en Constantine) interpreta el papel del muchacho asesino y lo borda.
Fotograma de la película "Tenemos que hablar de Kevin"
Pero quién mejor para mostrar el lado siniestro de la infancia que un niño. O casi. Harmony Korine tenía tan solo 19 años cuando escribió el guión de una película que me produce sentimientos contrapuestos aún por resolver: Kids, estrenada en 1995 y dirigida por un Señor Señoro con mucho talento y pocos escrúpulos, Larry Clark. La trama es sencilla: un grupo de adolescentes skaters se pone hasta arriba de drogas y sexo hasta que algo sale mal. Punto. La peli, plagada de escenas rayanas a la pornografía infantil, causó mucho revuelo en su día. Sobre todo por el efecto documental que impregna todo el filme. Efecto que el director consigue gracias a un elenco de actores no profesionales que se interpretan a sí mismos. Y es que el amigo Larry, ya entonces un fotógrafo de mediana edad con bastante reconocimiento, vio el signo del dólar en la evidente situación de vulnerabilidad de una pandilla de críos de los suburbios de Nueva York. Obsesionado con el lado oscuro de la adolescencia, no dudó en proyectar sus propias perversiones en una panda de marginados sin tutela a los que cameló con buena yerba y un puñado de dólares. Todo un artista el señor Clark, nadie lo duda. La cinta es considerada hoy en día material de culto. Y no es para menos, Kids merece al menos un visionado y yo, desde mi cuarto repintado de blanco rancio de gotelé, te animo a ello. Pero algo incluso más interesante que la película en sí, es el cómo se hizo y la reflexión que podemos extraer de ello. ¿Cuál es la cara oculta de una de las películas más icónicas de los noventa?
Tráiler de "Kids", 1995
Bien, prepárate. Te pongo en situación. Imagina que formas parte de una pandilla de adolescentes skaters de los suburbios de Nueva York. Procedes de una familia desestructurada. Tus padres o están muertos, o son drogadictos, o están en la cárcel; o todo un poco a la vez. El panorama que tienes en casa es desolador así que pasas la mayor parte del tiempo en la calle, patinando, fumando, socializando con tus amigos. Chicos y chicas de tu quinta con problemas y aspiraciones muy similares a los tuyos. Vivís al día. Un plato de comida, una ducha caliente, un techo bajo el que dormir, no son algo seguro mañana. Pero sí el afecto y la comprensión de tus amigos, con los que sabes que puedes contar cuando las cosas se ponen feas. Todos tenéis vuestros propios dramas y demonios internos, pero sois jóvenes y resilientes así que os las arregláis para salir adelante pese a todo. Un buen día llega un nuevo chico al barrio (Korine), dice que viene de Tennessee y que está estudiando cine. Al líder de tu grupo le cae en gracia y decide integrarlo en la pandilla. Al poco, un tipo de unos cincuenta años empieza a rondaros (Clark). Viste ropa ancha y gorra para atrás, como haciéndose pasar por uno de los vuestros. No te llena el ojo, ni a tus amigos tampoco, pero os provee de buena yerba y al parecer es un fotógrafo muy reconocido. De repente, se empieza a correr la voz de que se va a hacer una película en el barrio. El chico de Tennessee ha escrito el guión y el tipo de las fotos será el encargado de dirigirla. La película va de ti, de vosotros, de vuestro día a día. De hecho, hay un personaje en el guión que lleva tu nombre. Te convencen para que hagas de ti mismo a cambio de mil dólares, más yerba y la promesa de un futuro prometedor en el mundo del cine. La trama de la película te parece flojucha. Chicos skaters violentos, adictos al sexo y a las drogas, chicas pardillas cuyo único objetivo vital parece ser el de servir de entretenimiento a los tíos, escenas de sexo ortopédico y aborrecible. En fin, ni rastro de vuestro sentimiento de hermandad o de las dificultades para subsistir que afrontáis en vuestro día a día. No te convence pero, qué narices, es la única oportunidad que tienes delante para salir del barrio y aspirar a algo mejor. Así que terminas por morder el anzuelo. La película se hace. Durante el rodaje disponéis de alcohol y marihuana suficiente para permanecer colocados el resto del año. Algunos sois tan niños y estáis tan pasados que os dormís durante la grabación. La película resulta un éxito. El director y el guionista se forran. Literalmente. 22 millones de recaudación frente a los mil dólares que os dieron a cada uno para callaros la boca. A esos dos, al de Tennessee y al de las fotos, no les volvéis a ver el pelo. Tú y tus amigos seguís en el fango como siempre. Aún peor si cabe, porque a algunos la decepción les termina por hundir en un pozo del que nunca volverán a salir. Te enfadas, te cabreas mucho pero qué puedes hacer. No tienes estudios, no tienes recursos ni el poder de volver atrás en el tiempo y escupirle en la cara a quienes intentan hacer negocio de tu vulnerabilidad y la de tus amigos. Pero pasa el tiempo, bastante, veinticinco años para ser exactos, y te surge la oportunidad de contar tu experiencia, de mostrar al mundo la cara B de todo aquello. Una vez fuimos Kids, documental dirigido por Eddie Martin y escrito por Hamilton Harris —que formó parte del reparto de la película—, nos lanza una pregunta al aire: ¿era todo esto necesario?
Probablemente no. La Historia, no obstante, está plagada de obras de arte construidas sobre una sólida base de pura y genuina maldad humana. Hoy en día las contemplamos, las admiramos e incluso les rendimos culto. ¿Qué habría sido del mundo sin ellas? ¿Qué sería del mundo sin el genio artístico de verdaderos demonios emplumados en la historia de la literatura, la música o el cine? Yo no lo sé. Pero así, a bote pronto, te diría que si no se te ocurre nada mejor que valerte de la situación socioeconómica de extrema vulnerabilidad de una panda de críos para montarte tu película, lo mismo tu arte un poco prescindible sí que es. Reconócelo, Larry, ninguna obra en su origen es necesaria. Ni siquiera la tuya. Sí lo es la creación artística —necesaria e inevitable—, pero no menos el pensamiento crítico y la conciencia social a la hora de producir o contemplar nuestras obras. Incluso las maestras. Nadie duda de tu talento, artista, pero tampoco de tu capacidad para hacer el mal.
Hay un momento del documental en el que Hamilton Harris comenta entre lágrimas que este mundo no te permite ser vulnerable. Aquella pandilla de críos, con su lenguaje obsceno, su actitud desafiante y su patosidad adolescente, ofendieron a un público adulto cargado de prejuicios y animadversión hacia los jóvenes, pero pocos se olieron entonces que el señor de las moscas no actuaba a través de ellos, ni siquiera de Larry —que claramente no había superado su adolescencia—, sino de un sistema socioeconómico perverso que hunde sus zarpas en la presa más débil y pinta de oportunidad lo que en realidad no es más que un último empujón hacia el abismo. No, las arañas y sus patas largas y peludas no es lo que me daba más miedo de chica ni de grande, sino el aterrador final que intuimos todos los que en algún momento de nuestras vidas, en secreto y de puntillas, volvemos a ser Simon.
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