Miro mi cuerpo como el niño de preescolar que mira un tubo perfectamente sellado de plastilina: curioso, con cierta inquietud, deseando ponerle las manos encima y destrozarlo.
Los monstruos no viven debajo de la cama, hacen casa en mis terminaciones nerviosas, se ahogan en mi piel y se pierden conmigo. Veintiún inviernos de los cuales diez pasaron tiritando delante de un espejo, arropada por el vaho de la ducha, intentando descifrar el enigma que era yo. Si sabía perfectamente quién había ahí dentro, ¿por qué no era capaz de sacarla? envidiaba las orugas que, aún siendo orugas, sabían que algún día volarían como mariposas. Me arropo con mis brazos, intentando de cualquier manera forzar la crisálida que me haga evolucionar, pero mis dedos están fríos y mi madre me llama para ir a cenar.
No recuerdo cuando empecé a sentir este cuerpo como mío, como ente físico que me pertenecía solamente a mí. Sé que las velas quemaban si las tocaba, sé que la cara que veía reflejada era la misma que besaba las buenas noches a mis padres. ¿pero era yo? la chica del espejo, pensaba, me mira como si quisiera salir de ahí. Hay tantas cosas que cambiaría de ella, pero jamás podría hacerle eso a una extraña.
Los monstruos no comen carne cruda, los monstruos se miran los brazos, ahí donde se junta piel con piel, una más muerta que la otra. Los monstruos se encogen hasta hacerse pequeñitos, porque piensan que así no habrá espejo en el mundo que abarque su totalidad. Los monstruos lloran en voz bajita porque no quisieran molestar a la habitación de al lado. Mi yo de 8 años se imaginaba seres terroríficos antes de dormir, mi yo de 16 sabía que nada daba más miedo que no verse en los ojos de uno mismo. Como si mi cerebro no conectase una identidad programa a una imagen, como si se hubiese perdido el cable entre mi yo de aquí dentro y mi yo de ahí fuera.
Ilustración de Paula Noriega Gómez, 2023
Me tocaba la cara, pensando que quizá mis manos sabrían la verdad. como un libro en braille, podrían leerse cuentos en mis escamas. Como un dragón que muda piel todo el rato, como un niño con varicela. Si pintase las líneas entre mis puntos, terminaría con el autorretrato más realista. Podría envolver los ovillos de mi cuerpo, recoger a tiras mis partes, ordenarlas y volverlas a colocar. Pero no sabría qué va antes y qué va después, no sabría la distancia entre un dedo y otro más que por la definición de un significado. Si esto es izquierda y esto es derecha, ¿dónde va mi corazón?
Los monstruos no secuestran niños, los monstruos piensan que deberían depilarse. Que deberían ir al dentista. Que sus dientes son muy feos y su barbilla muy peluda y sus ojos muy oscuros y su boca muy pequeña. Los monstruos quieren convertirse en abstracción, cuadro cubista que interprete sus facciones y las coloque mejor. Los monstruos han oído tantas veces lo que deberían ser que ya no saben qué son. Los monstruos no se hacen fotos, los monstruos se quedan en casa y se convierten en su nombre, tan pequeños que podrían desaparecer.
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