El cine doméstico para desdibujar la narración
- Alberto Solana Santano
- 28 may
- 5 Min. de lectura
El cine doméstico está cada vez más presente en las obras cinematográficas actuales, pero no es solamente una apuesta estética, es una forma de borrar los límites de la ficción.
Hace un par de décadas, el tío Harry y la tía Martha se hubieran contentado simplemente con haber sido testigos del milagro de ver a la pequeña Susie ahí en la pantalla casera relamiendo su helado. Pero ya no lo harán más: ahora el tío Harry y la tía Martha son espectadores habituales de la televisión [...]
(E. y D. Schultz, 1972; pp. 10 y 11)
Con la popularización del cine doméstico en la llamada clase media americana comenzaron a proliferar obras como How to make exciting home movies and stop boring your friends and relatives (E. y D. Schultz, 1972) -de donde extraigo la cita que encabeza este escrito- y similares. Más allá de declarar abiertamente mi admiración hacia el título del libro, su tesis parte de un lugar que considero erróneo, pues pretende asemejar el cine doméstico con la televisión o el cine industrial, y el tiempo se ha dedicado a quitarle la razón, pues es son estos medios los que parecen asemejarse al cine doméstico.
Me fascina observar esa corriente muy presente en las últimas dos décadas. No es que sus formas sean del todo novedosas, sus raíces se remontan a los años sesenta, pero en las últimas décadas he observado una tendencia en alza de ese cine que, sin ser documental, tampoco termina de ser totalmente ficción. Corrijo, más bien ese cine que claramente es ficción, pero bebe de archivos o memorias que sus autores guardaron no solamente en cajones de casa, también en algún rincón de su memoria.
Utilizaré Cartas a mi madre para mi hijo (C. Simón, 2022) como eje vertebrador de mi discurso pues es la obra que encendió la chispa que me ha llevado a escribir este artículo.
Carla Simón no es una directora desconocida, es frecuente su aparición en los Goya, tanto con sus cortometrajes como en sus largometrajes, y sus éxitos en taquilla con una obra tan personal y, hasta el momento, escueta en cuanto a largometrajes se refiere. Pero no da concesiones. Trabaja según sus instintos y ofrece al mundo según sus inquietudes.
En sus cortometrajes es habitual verle recurrir al cine doméstico para expresarse. Y no es para menos, pues los cineastas domésticos han sido capaces de elaborar una gran variedad de prácticas cinematográficas propias, alejadas de las convenciones de la industria cinematográfica, encontrando en la imperfección de la imagen capacidades expresivas únicas.

Llegado a este punto, me veo obligado a aclarar que el cine casero y/o doméstico responde a sus propias normas y estética, pues es el cine que se hace en casa, para el consumo (a priori) exclusivo de la familia y allegados. No debemos confundirlo con el cine amateur, que busca aspirar a esa estética profesiolaizada (dicho mal y pronto).
Es con este segundo tipo de cine con el que abre Carta a mi madre para mi hijo, con una colección de archivos súper 8. En ellos, la propia Carla Simón aparece desnuda posando embarazada, lo que se revela más adelante como una imitación de fotografías de su propia madre, embarazada de la directora. Entre medias, se han sucedido una serie de imágenes que bien podrían haber sido tomadas o no para la película, pero que siguen los principios estéticos y narrativos del vídeo casero.

Así, estos fragmentos de vida cotidiana se vuelven catalizadores de la historia de ficción que a continuación se nos presenta (y que os invito a descubrir), pero lo que nos importa es que esas imágenes, sea cual fuera su propósito inicial, forman ya parte de la ficción que se nos presenta desde el primer segundo del cortometraje, y su significado ha cambiado al ser mostradas a nosotros, el público, de acuerdo con la tesis principal de La casa abierta (E. Cuevas, 2010), que resume perfectamente a dónde quiero llegar en el siguiente fragmento:
Nada hay más confortable y más íntimo que la propia casa de cada cual. Casi nada más personal que las películas caseras. Y pocas cosas tan sorprendentes como la capacidad de estas filmaciones para adquirir nuevos significados y significantes con su proyección.
(Cuevas, 2010; pp 15)
En el caso de este proyecto, la estética de cine casero se busca a través del súper 8, pero puede buscarse también, e incluso más frecuentemente, en el VHS o las fotografías analógicas, principalmente debido a la accesibilidad económica que suponen estos formatos.
De todas formas ¿A qué se debe esta corriente cada vez más creciente de gente recurriendo a archivos del pasado para establecer los cimientos de su narrativa?
En la obra Evolución y tipología del retrato fotográfico (C. Casajús Quirós, 2009), se apunta a la globalización como motivo de que las resistencias individualizadoras propician el desarrollo y la evolución del concepto hacia lo autobiográfico y hacia la ruptura de lo público y privado (Anales de la Historia del Arte, 2009, 19, 237-256). Tal vez, si así ocurre con el retrato fotográfico, ocurra igual con el retrato fílmico, siendo lo que, en un mundo con formas cada vez más difuminadas, sea capaz de enfocarlo, otorgar cierto orden al mundo que nos rodea.
Tal vez, esta forma de filmar, de crear, no sea un ejercicio de autocomplacencia, si no una vía para hablar del mundo a través de la única forma que en estos momentos conocemos: nuestra realidad. Es a través de nuestras correspondencias, de nuestras fotografías, de los súper 8 de nuestros abuelos, los VHS de nuestros padres, a través de los recuerdos y de la única realidad de la que podemos estar seguros en el mundo presente cuando podemos escribir con seguridad, cuando nos sentimos cómodos para hablar.
Creo que también se puede destacar la propia fisicidad de los archivos reales, táctiles, a la hora de trabajar, como el que prefiere leer en papel, tal vez por el peso que tienen los escritos impresos en la propia memoria, o tal vez simplemente por el placer del tacto de las hojas al pasarlas. De esta forma, la línea entre personas/personajes se difumina hasta ser casi imperceptible.
En Acting in the cinema, James Naremore distingue entre los actores que representan a personajes teatrales, actores que representan una versión de sí mismos, y los actores que forman parte de evidencias documentales. Vemos cómo en esta película esta clasificación carece de sentido, especialmente en el personaje de la propia Carla Simón, que aparece interpretándose a sí misma, pero también aparece en archivos super 8 grabados específicamente para el proyecto, y, por último, en archivos documentales de la familia. ¿Dónde empieza ella, dónde el personaje? ¿Tiene sentido intentar separarlos?
Vemos cómo este personaje interactúa con su madre en la ficción, pero es la propia película en su conjunto una forma de interactuar con su madre, rompiendo el límite de la ficción como si de una carta escrita con un pequeño cuento en medio se tratase. Nada de esto sería posible si no fuera por esa inclusión de los archivos familiares, documentos caseros que, más que crear una narración, desdibujan sus límites, mostrando que el alcance del cine sobrepasa los límites del encuadre.

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